En estos momentos en que la Iglesia celebra la gran Fiesta de la Resurrección de Jesús, prenda, señal y garantía de nuestra propia resurrección y con ello el convencimiento que nuestra vida tiene sentido y que se van a realizar en nosotros las palabras finales del Credo: «creo en el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna», a menos que usemos de nuestra libertad para volver la espalda y rechazar la oferta de amor y amistad que Dios nos hace, justo en estos días nos encontramos con la noticia del terrible atentado de Sri Lanka, y es que en esta vida alegrías y dolores están entremezclados y debemos convivir con ambos a la vez.
Pero desgraciadamente los atentados terroristas no son los únicos horrores ni violaciones contra el derecho a la vida que hay en nuestra sociedad. Como nos advierte la Encíclica «Evangelium Vitae» de san Juan Pablo II: «no puede haber verdadera democracia, si no se reconoce la dignidad de cada persona y no se respetan sus derechos» (nº 101). Y entre estos derechos, uno de los principales, si no el principal, porque es la base de los demás, es «el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural» (Benedicto XVI, Exhortación Apostólica «Sacramentum Caritatis» nº 83).
Hoy, en nuestra sociedad, estamos frente a lo «que se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera «cultura de la muerte». Esta estructura está activamente promovida por fuertes corrientes culturales, económicas y políticas» (EV nº 12). Podemos decir que «hoy nosotros nos encontramos en medio de una lucha dramática entre «la cultura de la muerte» y «la cultura de la vida» (EV nº 50). En esta lucha los medios de comunicación social con frecuencia apoyan «una cultura que presenta el recurso a la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la misma eutanasia como un signo de progreso y conquista de libertad, mientras muestran como enemigas de la libertad y del progreso las posiciones incondicionales a favor de la vida» (EV nº 17).
En cambio nosotros los católicos debiéramos tener las ideas claras, porque «la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral» (EV nº 57). «La tolerancia legal del aborto o de la eutanasia no puede de ningún modo invocar el respeto a la conciencia de los demás, precisamente porque la sociedad tiene el derecho y el deber de protegerse de los abusos que se pueden dar en nombre de la conciencia y bajo el pretexto de la libertad» (EV nº 71). «Así las leyes que, como el aborto y la eutanasia, legitiman la eliminación directa de seres humanos inocentes están en total e insuperable contradicción con el derecho inviolable a la vida» (EV nº 72). «Así pues, el aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar»… «En el caso, pues, de una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, ‘ni participar en una campaña de opinión en favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del propio voto’» (EV nº 73).
«Esta tarea corresponde en particular a los responsables de la vida pública. Llamados a servir al hombre y al bien común, tienen el deber de tomar decisiones valientes en favor de la vida, especialmente en el campo de las disposiciones legislativas. En un régimen democrático, donde las leyes y decisiones se adoptan sobre la base del consenso de muchos, puede atenuarse el sentido de la responsabilidad personal en la conciencia de los individuos investidos de autoridad. Pero nadie puede abdicar jamás de esta responsabilidad, sobre todo cuando se tiene un mandato legislativo o ejecutivo, que llama a responder ante Dios, ante la propia conciencia y ante la sociedad entera de decisiones eventualmente contrarias al verdadero bien común. Si las leyes no son el único instrumento para defender la vida humana, sin embargo desempeñan un papel muy importante y a veces determinante en la promoción de una mentalidad y de unas costumbres. Repito una vez más que una norma que viola el derecho natural a la vida de un inocente es injusta y, como tal, no puede tener valor de ley. Por eso renuevo con fuerza mi llamada a todos los políticos para que no promulguen leyes que, ignorando la dignidad de la persona, minen las raíces de la misma convivencia ciudadana.
La Iglesia sabe que, en el contexto de las democracias pluralistas, es difícil realizar una eficaz defensa legal de la vida por la presencia de fuertes corrientes culturales de diversa orientación. Sin embargo, movida por la certeza de que la verdad moral encuentra un eco en la intimidad de cada conciencia, anima a los políticos, comenzando por los cristianos, a no resignarse y a adoptar aquellas decisiones que, teniendo en cuenta las posibilidades concretas, lleven a restablecer un orden justo en la afirmación y promoción del valor de la vida. En esta perspectiva, es necesario poner de relieve que no basta con eliminar las leyes inicuas. Hay que eliminar las causas que favorecen los atentados contra la vida, asegurando sobre todo el apoyo debido a la familia y a la maternidad: la política familiar debe ser eje y motor de todas las políticas sociales» (EV nº 90).
En pocas palabras, combatamos el terrorismo, pero también los horrores del aborto y la eutanasia. Por una parte hay más de cien mil abortos al año, que no sólo significan la muerte de tantos inocentes, sino que dejan también en la madre con frecuencia graves secuelas psíquicas. Y si se aprueba la eutanasia, no tengo ninguna gana de tener que llevar, como muchos ancianos holandeses, una tarjeta que diga: «En caso de enfermedad, que no me lleven a un hospital». Y todo esto no hay que olvidarlo a la hora de votar.
Pedro Trevijano, sacerdote