Durante las vacaciones de Navidad en Chicago, tuve una maravillosa reunión con una treintena de jóvenes jesuitas, todos ellos novicios. O sea, que todavía no han pasado por el largo periodo de educación en filosofía y teología, aunque llevan participando desde hace algún tiempo en alguno de los apostolados de la orden jesuita. El grupo al que me dirigía incluía a algunos profesores de secundaria, universidad, editores de periódicos y estudiantes de doctorado–y casi todos habían sido ordenados sacerdotes. Después de un sencillo almuerzo de sopa y sándwiches, nos pusimos a conversar. Permanecimos así por una hora, pero me gustó tanto que me parecieron quince minutos. Eran personas impresionantes: inteligentes, locuaces, apasionados por su trabajo y dedicados al Evangelio.
Estaban muy interesados en mi apostolado de evangelización a través de las redes sociales, así que le dedicamos un tiempo importante al problema de los no creyentes, al desafío cultural de proclamar la fe hoy en día, al nuevo ateísmo y a los pros y contras del mundo digital. También hablamos mucho acerca de la oración y del equilibrio entre la vida interior y los compromisos ministeriales. Disfruté especialmente contarles a esos jóvenes acerca de los jesuitas que influyeron en mi trabajo: Bernard Lonergan, Henri de Lubac, Michael Buckley, Avery Dulles, el al menos otrora jesuita Hans Urs von Balthasar y Michel Corbin, quien dirigió mi tesis doctoral en el Institut Catholique de Paris.
Cuando llegábamos al final de nuestro tiempo junto, uno de estos hombres me planteó una pregunta que, advirtió, me pondría «en aprietos». Me dijo, «Nosotros los jesuitas hemos sido muy criticados en los últimos años. ¿Cree que estas críticas son justificadas?» Ahora, sé que es poco recomendable ir a cada de alguien y criticarle, pero como me sentía tan cómodo ahí, y como la pregunta había sido planteada tan directamente, le respondí: «Bueno, creo que quizá después del Concilio, muchos jesuitas abrazaron la agenda de la justicia social demasiado inclinados a un lado». ¡Nadie se paró y se fue, lo cual era un gran signo! De hecho, la discusión se tornó muy vivida y clarificadora. Me gustaría compartir algo de lo que le dije a estos jóvenes jesuitas para poder tocar un tema que considero de gran importancia para la vida de la Iglesia hoy en día.
Durante su 32° congregación general de 1975, bajo el liderazgo del carismático Pedro Arrupe, la orden jesuita se comprometió a propagar las obras de justicia como parte esencial de su misión. Y desde entonces, los jesuitas han alcanzado renombre por su dedicación a esta tarea indispensable. Mi preocupación, les dije, es que un exagerado énfasis en la propagación de la justicia en arenas políticas y económicas pueda comprometer la auténtica misión de la Iglesia de Cristo. Es importante decir que el compromiso de hacer obras de misericordia corporales y espirituales, la corrección de injusticias sociales, servir a los pobres y a los necesitados se siguen necesariamente de la evangelización. Uno de los grandes logros del Vaticano II ha sido mostrar que convertirse a Cristo no implica una huida del mundo, sino más bien un amor más profundo por el mundo y un deseo para aliviar al que sufre. No hay duda acerca de esto: una persona que sigue el evangelio trabaja por la justicia.
Pero cuando observamos el problema desde el otro lado, las cosas se complican un poco. Por un lado, luchar por la justicia puede ser sin duda una puerta para la evangelización. Lo que atrajo a tanta gente en los primeros siglos a echar un vistazo al cristianismo no fue otra cosa que la patente preocupación de la Iglesia por los enfermos, las personas sin hogar y los pobres: «¡Como se aman entre ellos estos cristianos!» Pero en la otra mano, el compromiso con la justicia social, en sí mismo y por sí mismo, no es suficiente para la evangelización, que es compartir la buena noticia de que Jesucristo, el Hijo de Dios, ha resucitado de entre los muertos. La razón de esto es obvia: un judío, un musulmán, un budista, un humanista secular e incluso un ateo de buena voluntad, pueden advocar por la justicia social. Uno puede dedicarse completamente y con entusiasmo a un programa para cuidar a los pobres y hambrientos sin comprometerse en ningún sentido con la fe en Jesucristo. Muchas estadísticas muestran que la gente joven de hoy entiende (y aplaude) que la Iglesia abogue por la justicia, incluso cuando profesan poca o ninguna creencia en Dios, Jesús, la Resurrección, la Biblia como un libro inspirado o la vida después de la muerte. Diría que este descontento es, en parte, resultado del exagerado énfasis que hemos puesto en la justicia social en los años que siguieron al concilio.
Le dije a mis jóvenes compañeros de conversación jesuitas que debían seguir la impronta de nuestro papa jesuita y no solo ir a los márgenes económicos sino también a los «márgenes existenciales»–es decir, a esos que han perdido la fe, el contacto con Dios, que no han oído la buena nueva. Vayan, les dije, a las escuelas, colegios y universidades y aboguen por la fe, hablen de Dios, cuéntenles a los jóvenes acerca de Jesús y de su Resurrección de entre los muertos. No abandonen ni por un minuto su pasión por la justicia, pero no dejen de mostrarle a la gente que está enraizada en Cristo y su Evangelio.
Publicado originalmente en Word on Fire