Comienza un año electoral en España: Elecciones municipales, elecciones al parlamento europeo, a varios parlamentos regionales, y quizás alguna más... Y, como de costumbre, ahora es cuando los políticos nos mostrarán su rostro más amable, y su gesto más comprensivo. También hacia los católicos, por supuesto.
Por eso, como católico de a pie, y como viejo colaborador de este medio, me gustaría explicar aquí qué opino de todo esto. Y me gustaría hacerlo ahora, cuando todavía faltan muchas semanas para que se desate la fiebre electoral, y por tanto aún se puede tratar de la cuestión política a media voz. Con cierta sobriedad y distanciamiento.
Mejor ahora, además, porque no es agradable lo que tengo que escribir, y en estas fechas resultará menos molesto.
Vayamos directamente al núcleo del problema: A mi modo de ver, todas las opciones políticas que van a concurrir en las elecciones de este año (al menos todas las que tienen ciertas posibilidades) se encuentran ligadas a alguno de los ídolos que tanta sangre han derramado en el siglo XX, y quién sabe cuánta más derramarán en el presente.
Recordemos en pocas palabras los antecedentes: Debilitado el cristianismo en nuestra civilización occidental, el siglo XX se volcó ante todo en el culto a tres ídolos sanguinarios: la utopía marxista, la nación, y el sexo descomprometido.
Los tres han propiciado matanzas y crueldades innumerables. En el primer caso asociadas con la construcción de sociedades paradisiacas, en países alambrados, de los que se soñaba con escapar; en el segundo las víctimas han sido inmoladas en el altar de la patria, las raíces, la identidad nacional, las banderas, etc.; mientras que el último exige cada año, desde hace ya medio siglo, la muerte de los más inocentes, a manos de sus propios padres.
Por un momento pareció que sólo el ídolo hedonista-abortista mantendría sus adoradores en el siglo XXI, ya que el derrumbe de la Unión Soviética y sus satélites minaba la fe en la utopía marxista, y el nacionalismo había mostrado su horrible esencia en dos guerras mundiales devastadoras. Pero como la capacidad humana para recaer en el mal, y para desaprender de la experiencia, es formidable, han bastado muy pocos años, y ya tenemos otra vez el paisaje político dominado por unos y otros.
La casi unanimidad de los partidos ni siquiera se plantea la posibilidad de limitar los sacrificios humanos en los abortorios. Al contrario, puesto que el sexo sin compromiso constituye poco menos que la religión oficial de nuestro tiempo, y los abortorios son sus lugares supremos de culto.
No obstante, últimamente están apareciendo voces políticas que se dicen de derechas, y que sugieren alguna tímida modificación en este campo: un poquito de restricción quizás, un poquito menos libre la barra del crimen, alguna ayudita a las madres,... y a largo plazo, quizás, sí, tal vez,... a larguísimo plazo...
No nos engañemos: Lo incierto, muy incierto, es que una formación así vaya a revertir la legislación abortista vigente, y lo cierto y efectivo es que va a contribuir al rebrote de nacionalismo que está socavando el proyecto de reconciliación y unión surgido de la experiencia de las guerras en Europa.
¡Ah! ¡Y la retórica que se emplea para ir rompiendo puentes, y envenenando la convivencia entre nuestros pueblos! Esas historias de burócratas, plutócratas, arbitrariedades y horrible mundialismo. Esas conspiraciones internacionales, trufadas con el recuerdo de tales o cuales agravios contra nuestra sacrosanta nación, o las declaraciones de tal o cual comisario progre, que en cierta ocasión dijo... ¡Qué terrible siembra de resentimientos y de discordia!
Mañana, o pasado mañana, o dentro de un par de décadas, cuando por fin hayan triunfado los nacionalistas, tendremos de nuevo una Europa dividida en nacioncitas que se odian y se combaten. Quizás en varias de ellas se instalen de nuevo utopías aldeanomarxistas, o quizás no... el aborto, posiblemente, seguirá matando en todas. Porque el problema no era Europa, ni eran los burócratas, ni era la gran conspiración mundialista. El problema es que sin Cristo no hay humanidad.
Pero... ¿acaso esas voces políticas que se dicen de derechas no reclaman nuestras raíces cristianas? Tampoco nos engañemos en esto: las reclaman por ser raíces, no por ser cristianas. Lo que busca el nacionalismo es convertir el cristianismo en una especie de religión tribal, que contribuya a reforzar la identidad nacional. Su Dios es la Nación, no Cristo.
Pero no: El cristianismo no puede convertirse en una religión tribal sin renegar de su esencia. El cristianismo es, por su propia naturaleza, universalista. Puesto que todos los hombres hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, y redimidos al precio de la sangre de Cristo, no puede aceptar la superstición de las fronteras eternas, y las divisiones permanentes entre comunidades humanas, ya sean etnias, civilizaciones, razas, o lo que se quiera. El cristianismo aspira a la Cristiandad, a la reunión, también política, de todos los hombres.
Y por eso no es casual que la idea de Europa como una unidad, más allá de lenguas, tribus o historias nacionales, surgiera de la mano de la extensión del cristianismo en el viejo continente. Y así hubo un tiempo en el que un hombre podía nacer en Italia, pongamos por ejemplo que en Aosta, vivir luego como monje-filósofo treinta años en Francia, pongamos que en la Abadía de Bec, y terminar sus días siendo arzobispo de Canterbury, sin sentirse extranjero en ningún momento. (Obviamente hablo de San Anselmo). El cristianismo es así. Y así lo entendieron los carolingios, en su esfuerzo por el Sacro Imperio, así lo entendió Dante, en su tratado sobre la monarquía universal, así lo entendió nuestro Carlos I, en su política internacional, y así lo entendió también Adenauer, en su esfuerzo por sentar las bases del orden europeo vigente. El orden que ahora combaten los identitarios.
En definitiva, el panorama político que nos encontramos, de cara a las elecciones de este año, es desolador. Lo que se nos plantea es elegir entre votar a partidos entregados al ídolo hedonista, al ídolo marxista o al ídolo nacionalista.
¿Habría que buscar el mal menor? Ninguna de estas opciones constituye un mal menor. El mal menor, en nuestro país, nos pongamos como nos pongamos, sigue siendo el de siempre: el Partido Pusilánime. El partido que nunca se ha opuesto efectivamente a nada, ni ha frenado nada, ni ha suavizado nada. El partido que no tiene olor, ni color ni sabor. ¿Y para qué sirve votar algo así?
Hará cosa de unos diez años, más o menos, cierto medio de comunicación me pidió un artículo, en un momento en el que bastantes amigos míos católicos andaban aún encandilados con el voto malminorista. Y escribí, pensando en ellos, un texto que se titulaba «apología del voto inútil». Ahora, una década después, la situación política ha empeorado tanto, que tendría más bien que escribir una «apología de la abstención». Puesto que, hasta donde yo alcanzo a entender, no votar es una opción perfectamente legítima en un marco como el descrito. Y hasta bien pudiera ser la más sensata.
¿Nos lloverán las críticas? ¿Nos acusarán de «puros», «equidistantes», «gente que sólo sirve para criticar», «escapistas que se quedan en su torre de marfil, para no tener que ensuciarse», etc. etc. etc.? Sí, claro,... ¿Y qué?
Francisco José Soler Gil