La descristianización de nuestra sociedad con su pérdida de valores religiosos y morales ocasiona que estén surgiendo problemas que antes no se daban o lo hacían con mucho menor intensidad. Actualmente hay cada vez más mujeres que no quieren renunciar a ser madres por el hecho de no tener pareja o tenerla del mismo sexo. Para ellas, maternidad y matrimonio o pareja de hecho con varón no van necesariamente unidos. Por eso, cuando consiguen independencia personal y estabilidad económica, no es raro que den el paso. Recurren a un amigo, a la inseminación artificial, incluso compran el semen a un donante anónimo, o a la adopción para realizar su deseo.
Sobre la moralidad de este deseo digamos que no se trata sólo de que el fin sea bueno, sino que también tienen que serlo los medios. En este asunto hay tres implicados: la madre, el padre y el niño. No existe el derecho a tener hijos, ni menos éste es un derecho fundamental, puesto que incluso en el matrimonio el derecho que los cónyuges tienen es el poder realizar los actos naturales ordenados a la procreación, pero nunca se es propietario o propietaria del hijo, ni es un bien útil que sirve para satisfacer determinadas necesidades o caprichos de la madre, puesto que el hijo tiene valor en sí mismo como ser humano que es y es alguien con una vida y una dignidad intrínsecas propias y que por el Bautismo llega a ser hijo de Dios.
«Sí existe, en cambio, el derecho del hijo a ser fruto del acto conyugal de sus padres» (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, nº 500). La importancia de la presencia y proximidad de los padres, especialmente en la edad preescolar, ha sido ampliamente demostrada. El niño tiene un derecho inalienable a ser educado por un padre y una madre, siendo antinatural privarle de uno de ellos y es lo más conveniente para él y su desarrollo personal lo que debe prevalecer, muy por encima del interés de la madre. El amor recibido en la infancia es un requisito fundamental para futuros comportamientos altruistas y solidarios, porque el amor se aprende experimentándolo y viviéndolo. La naturaleza es contundente en su defensa de la familia e impone que un niño deba tener un padre y una madre, salvo por accidente o desgracia. Es indiscutible que el niño crece mejor en una familia unida por el vínculo estable del matrimonio. Lo mejor para él, desde luego, es estar en una familia con un padre y una madre que se quieren entre sí y le quieren. Es totalmente distinto el que un niño, por avatares de la vida sea huérfano, por pérdida de uno o de ambos padres, situación que hay que solucionar del mejor modo posible, que poner los medios para que artificialmente se produzca la orfandad. La madre que actúa así, para empezar está quebrantando la Ley de Dios y su actuación además no es nada conveniente para el bien del hijo, porque la ausencia en su educación de la bipolaridad sexual no es nada conveniente para su desarrollo normal. Es cierto que un niño criado sin padre o sin madre, no tiene por qué ser anormal, pero también lo es que no es una situación deseable. La capacidad humana para superar las adversidades es grande, pero ello no debe llevar a crear deliberadamente esas circunstancias difíciles, o considerarlas sin importancia y menos que los demás debamos adaptarnos a quienes tratan de destruir la familia. Por eso me ha alegrado mucho leer que en Italia en los documentos oficiales se volverá a poner padre y madre y no esa estupidez de progenitor A y progenitor B.
El hijo debe ser fruto del amor, no algo que simplemente se hace.Es indiscutiblemente ilícito y una grave irresponsabilidad e inmoralidad que el padre, sea cualquiera la forma en que ha sido padre, tanto más si es el resultado de un acto libre y voluntario, se desentienda de sus obligaciones con respecto a su hijo. En el terreno del sexto mandamiento creemos siguen existiendo preceptos que tenemos que respetar con el convencimiento de que no es bueno para el ser humano lo que Dios y el Magisterio de la Iglesia nos señalan como pecado y malo.
Pedro Trevijano