El próximo sábado celebraremos la solemnidad de la Inmaculada Concepción, verdad definida como dogma de fe por el Beato Pío IX el 8 de diciembre de 1854, al proclamar que la Santísima Virgen, «fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción».
La Concepción Inmaculada de María es una de las obras maestras de la Santísima Trinidad. En la plenitud de los tiempos, Dios Padre prepara una madre para su Hijo, que se va a encarnar para nuestra salvación por obra del Espíritu Santo. Y piensa en una mujer que no tenga parte con el pecado, no contaminada por la mancha original, limpia y santa.
La Concepción Inmaculada de María es consecuencia de su maternidad divina. Es además el primer fruto de la muerte redentora de Cristo al aplicársele anticipadamente los méritos de su inmolación pascual. En María aparece de forma esplendorosa la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.
El sentido de la fe del pueblo cristiano, ya en los primeros siglos de la Iglesia, percibe a la Santísima Virgen como «la Purísima», «la sin pecado», convicción que se traslada a la liturgia y a las enseñanzas de los Santos Padres y teólogos. En el camino hacia la definición, pocas naciones han contraído tantos méritos como España. La conciencia de que María fue concebida sin pecado original aflora especialmente en Andalucía en la época barroca, en las obras de nuestros poetas, pintores y escultores y, sobre todo, en la devoción de nuestro pueblo.
Sevilla, que venía celebrando la fiesta de la Inmaculada desde 1369, no queda a la zaga en la defensa del privilegio concepcionista. El fervor por «la pura y limpia» crece incesantemente a partir del Renacimiento. En su honor se erigen cofradías, se celebran fiestas religiosas y salen a la luz numerosas publicaciones. Pero será en septiembre de 1613 cuando se produzca lo que el profesor Domínguez Ortiz califico como el estallido inmaculista. El detonante fue un sermón predicado por el P. Diego de Molina, prior del convento de Regina Angelorum en la fiesta de la natividad de María, en el que manifestó alguna duda sobre la concepción sin mancha de la Santísima Virgen apoyándose en Santo Tomás.
La reacción no se hizo esperar. El pueblo sencillo, que desde antiguo veneraba la purísima Concepción de la Santísima Virgen, mostró con vehemencia su oposición. Las órdenes religiosas más proclives al dogma de la Purísima, especialmente franciscanos y jesuitas, con el apoyo del arzobispo don Pedro de Castro y Quiñones, alentaron manifestaciones populares, desagravios, concursos de poesía, novenas, funciones solemnes, procesiones, rondas nocturnas cantando coplas alusivas, ediciones de pasquines y hojas volanderas en las que podían leerse letrillas de claro gracejo sevillano.
Los cronistas de la época nos dicen que la conmoción popular provocó incluso problemas de orden público. A raíz de estos hechos el Arzobispo, a una con el Cabildo, en julio de 1615 envió a Roma una legación para solicitar la reafirmación de la doctrina inmaculista e, incluso, su definición dogmática.
La respuesta de la Santa Sede tuvo lugar en octubre de 1617 mediante una bula de Paulo V, en la que, sin definir el dogma, reafirmaba la doctrina inmaculista y prohibía a los contrarios exponer sus doctrinas. Ni qué decir tiene que la respuesta de Roma fue recibida en Sevilla con alborozo y entusiasmo. Hubo corridas de toros, iluminación de calles, repique general de campanas y cultos extraordinarios. Mientras tanto, el 23 de septiembre de 1615, la Hermandad del Silencio había sido la primera en incorporar a sus reglas el juramento anual de defender el privilegio inmaculista hasta la efusión de sangre, voto al que se sumaron la práctica totalidad de las Hermandades de la ciudad en el año 1616, y que siguen renovando cada año en sus fiestas de Regla. Un año después, se suma la Universidad hispalense, el Cabildo catedralicio y el Ayuntamiento, imponiéndose la obligación de jurar la defensa de esta doctrina en los actos de toma de posesión de sus cargos.
Si Sevilla ardió en entusiasmo inmaculista tras los sucesos de 1613, con mayor razón exteriorizó su fervor mariano con ocasión de la definición del dogma en la fiesta de la Inmaculada de 1854. En esta ocasión se celebraron solemnísimos cultos y toda suerte de festejos, se encendieron luminarias y repicaron las campanas de la Catedral y de toda la Archidiócesis.
Esta es la historia sumaria de una de las más hermosas tradiciones sevillanas, que todos estamos obligados a mantener y acrecentar, creciendo cada día en amor a la Virgen, imitándola en su pureza de corazón y en su alejamiento del pecado, conociendo e imitando sus virtudes, poniéndola en el centro de nuestro corazón y de nuestra vida cristiana, e invocándola como medianera de todas las gracias necesarias para ser fieles.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición. Feliz fiesta de la Inmaculada.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla