Quedamos en que el paganismo es triste y el cristianismo alegre (I), y que la alegría cristiana debe ser guardada y acrecentada constantemente por la oración y el empeño ascético espiritual (II). Veamos ahora finalmente (III):
Los motivos principales de la alegría cristiana
–La causa principal de la alegría de los cristianos es sabernos amados por Dios. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo unigénito» (Jn 3,16): lo entregó a los hombres en la Encarnación, en la Cruz, en la Eucaristía. «Él nos amó y envió a su Hijo, víctima expiatoria por nuestros pecados» (1Jn 4,10). «Dios probó (sinistesin, demostró, acreditó, garantizó) su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8). Los cristianos somos felices, estamos alegres, vayan las cosas como vayan a nuestro alrededor o en nosotros mismos, porque sabemos que ninguna criatura de arriba o de abajo «podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (8,39).
–La alegría de los cristianos es continua, porque Dios, por puro amor, habita en nosotros como en un templo. La Iglesia es el templo de Dios entre los hombres, pero cada uno de nosotros, personalmente, es «templo del Espíritu Santo» (1Cor 6,15.19; 12,27). Hemos pasado, pues, de la soledad –una de las mayores penalidades del hombre–, a la compañía de las Personas divinas. «Si alguno me ama, mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada» (Jn 14,23). Ya nunca estoy solo, pues somos siempre cuatro: el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo y yo. ¿Es o no es como para estar «alegres, siempre alegres en el Señor» (Flp 4,4)?
–Hemos pasado de las tinieblas a la luz, de la mentira a la verdad, gracias a Cristo. Ya no estamos a oscuras, en las tinieblas, perdidos, dándonos golpes con las cosas, tristes, sin saber ni de dónde venimos ni a dónde vamos, sin entender nada de lo que pasa en el mundo o en nosotros mismos. Cristo nos liberó del influjo del «Padre de la Mentira», el diablo (Jn 8,44), el príncipe de las tinieblas. Y ahora estamos alegres porque somos «hijos de la luz» (12,36). «Yo soy la Luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida» (8,12). Oscuridad-tristeza, luz-alegría.
–Hemos pasado del egoísmo a la caridad, pues gracias a Cristo «el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Ahora podemos amar a Dios y al prójimo con la fuerza misma sobre-humana del amor divino. Y ya sabemos que así como lo que más entristece al hombre es no amar, amar poco, amar mal, lo que más le alegra es amar mucho, amar bien y amar a todos.
–Por la caridad, ya no estamos sordos y mudos ante Dios y ante los hermanos. Nos alegra la oración, el diálogo con Dios: «dichoso el pueblo que sabe aclamarte, Señor, caminará a la luz de tu rostro. Tu Nombre es su gozo cada día, tu justicia es su orgullo» (Sal 88,16-17). Y nos alegra el diálogo con los hermanos, pues la caridad nos libra de ser para ellos como sordos y mudos por la falta de amor.
–Hemos pasado del pecado a la gracia. Cristo nos libra de vivir aplastados bajo el peso de nuestras culpas. El pecado entristece, debilita, destruye al pecador. «No tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados. Mis culpas sobrepasan mi cabeza, son un peso superior a mis fuerzas. Mis llagas están podridas y supuran por causa de mi insensatez. Voy encorvado y encogido, todo el día camino sombrío, no hay parte ilesa en mi carne. Estoy agotado, desecho del todo» (Sal 37). Así es: «la maldad da muerte al malvado» (33,22). En realidad, «la única tristeza es la de no ser santos» (León Bloy). Y toda la alegría está en la gracia, en la unión con Dios y en la santidad. «Tu gracia vale más que la vida» (62,4).
–Hemos pasado del miedo continuo a la confianza filial en nuestro Padre celestial, en su providencia amorosa. Cuántas tristezas vienen de la ansiedad, del miedo a qué pasará en esto y en lo otro. Cristo nos lleva a la alegría del abandono confiado en la Providencia divina, paternal, amorosa, solícita. «Todas las cosas colaboran para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). «Aunque pase por valle de tinieblas no temeré mal alguno, porque tú vas conmigo» (Sal 22,4) El justo «no temerá las malas noticias, su corazón está firme en el Señor, su corazón está seguro, sin temor» (112,7-8) ). Para los cristianos, pase lo que pase, todas las noticias son buenas noticias, porque continuamente son evangelizados por las vicisitudes penosas o gozosas de la vida.
–Hemos pasado en Cristo de la muerte a la vida, es decir, de la enfermedad, de la vitalidad espiritual escasa y triste, a la vida sana e inmortal. «Yo he venido para que tengan vida, y vida abundante» (Jn 10,10). «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si alguno come de este pan vivirá para siempre; y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo» (6,51). «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba... Ríos de agua viva correrán de su seno» (7,37-38).
–Ya no vivimos odiando el dolor, sino amando la Cruz. Los hijos de las tinieblas, que con sus pecados han atraído sobre ellos las siete copas de la ira, gimen abrumados bajo el sufrimiento. «Pero no se arrepintieron, y blasfemaron contra Dios» (Apoc 16), acrecentando así sus dolores. Es cierto que también el cristiano, atravesando este «valle de lágrimas», ha de sufrir a veces noches oscuras, deficiencias psíquicas muy penosas, grandes dolores por los pecados del mundo: «arroyos de lágrimas bajan de mis ojos por los que no guardan tu voluntad» (Sal 118,136). Pero sufre siempre con paz y esperanza, al pie de la Cruz salvadora, seguro de que, siendo miembro del cuerpo de Cristo, sus propios sufrimientos son realmente sufrimientos de Cristo, y participan así ciertamente de su virtualidad expiatoria y santificante: «ave Crux, spes unica». «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en todas nuestras penalidades» (2Cor 1,3-4).
–Por Cristo dejamos atrás las interminables contrariedades de la propia voluntad, entrando en la fidelidad continua a la voluntad de Dios. Nosotros, como Cristo, no hemos venido a este mundo a hacer nuestra voluntad, sino a cumplir la voluntad de Dios (Jn 6,38). Hacer día a día la Voluntad divina es «nuestro alimento» (4,34). En realidad, pues, nunca sufrimos «contrariedades», ya que todo nuestro empeño está en que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios providente: «hágase tu voluntad». Incondicionalmente: «aquí está la esclava del Señor; hágase en mí» según Su voluntad. Y de este modo, sin apegos desordenados de la voluntad, guardados en la humildad, ya no sufrimos las muchas penalidades que proceden de la soberbia, de la vanidad o de la ambición desordenada. En la humildad de Cristo vivimos en la esperanza con paz y gozo.
–Los cristianos estamos alegres porque aspiramos a las cosas de arriba, no a las de abajo, y «no tenemos puestos los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles, pues las visibles son temporales, y las invisibles, eternas» (2Cor 4,18). Los otros, los que viven «sin esperanza y sin Dios en este mundo» (Ef 2,12), los que tienen «a su vientre por dios, y no piensan más que en las cosas de la tierra» (Flp 3,19), siempre están sufriendo por cosas vanas, y son como niños que lloran sin consuelo por un juguete roto, por una inyección, por tener que irse a la cama. Pero nosotros, que estamos en el mundo «como forasteros y emigrantes» (1Pe 2,11), «somos ciudadanos del cielo» (Flp 3,20), y «buscamos las cosas de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1).
Objeción. «Dice usted, gratuitamente, que los cristianos estamos alegres, etc. etc., y todo eso suena muy bien. Pero no querrá negarnos que tantísimas veces esto no es así». Respondeo dicendum: Los cristianos no están alegres cuando no viven cristianamente. Es decir: están alegres en la medida en que viven el Evangelio de Cristo. Quod erat demonstrandum.
Vengan y comparen, hagan el favor. A ver dónde encuentran ustedes más alegría, en un matrimonio cristiano, que anda por los caminos del Evangelio, o en el que vive según el mundo. Díganme dónde hallan la verdadera alegría, en un sacerdote o religioso que vive solo para la gloria de Dios y la santificación de los hermanos, o en otro que vive «abandonado a los deseos de su corazón» (Sal 80,13; Rm 1,24); en unos jóvenes que, gracias a Cristo, están sanos de cuerpo y alma, o en tantos otros que «están muertos por sus delitos y pecados» (Ef 2,1). Es que no hay comparación.
Sigan a Cristo, tomando la cruz de cada día, y conocerán «la perfecta alegría», la de Jesús, la de San Pablo, la de San Francisco de Asís y la de todos los santos.
José María Iraburu, sacerdote