Que el diario EL PAÍS sueñe con cualquier presa clerical no admite objeción alguna cuando ha sido siempre su sello distintivo el anticlericalismo, ser la sede de un inveterado odio formulado con mayor o menor intensidad en función de la radicalidad de los distintos gobiernos. Pero esta hybris, esta evidente y secular desmesura, debería cuando menos ayudarnos a reflexionar sobre la prioridad de los bienes hacia los que cualquier sociedad tendrá tarde o temprano que converger.
A falta de casos y sentencias civiles ulteriores, se da por bueno ventilar la podredumbre ya existente. Según EL PAÍS, el obispado de Salamanca ignoró durante décadas las denuncias contra un cura condenado en el Vaticano por abusos sexuales a menores en 2004, Isidro López Santos, de 77 años. La sentencia canónica llegaría después de la denuncia en la diócesis de una de las víctimas, Javier Paz, en 2011, y de que saliera a la luz pública tres años más tarde. Las conversaciones grabadas en 2013 entre el actual obispo de Salamanca, Carlos López, y Javier Paz, revelan la urgencia de la reunión de obispos convocada por el papa Francisco para el mes de febrero de 2019 por los casos de abuso sexual, centrada en la protección de menores. La creación de una comisión independiente sobre la pederastia en la Iglesia por parte de los obispos franceses parece más sólida y justa que la instaurada por los obispos españoles.
Dice el Sr. obispo que cuando él llegó al obispado las normas eran distintas a las actuales: «si en 2003 hubieran estado en vigor las normas canónicas que están ahora, habría actuado de modo distinto». Es decir, para el señor obispo la norma «normativiza» el actuar; éste será bueno en la medida y porque es conforme a la norma. Si no hay norma, no hay corrección del actuar. Monseñor sólo actuaría por conciencia del deber, cuando existiesen normas más restrictivas, como las elaboradas por Benedicto XVI en 2010 contra los abusos, con un sentido meramente utilitarista. Como la norma no siempre recoge el bien de la persona, lejos de buscar la justicia me desentiendo de ella. La cuestión planteada entonces sería: ¿se trata de seguir una norma o de elegir el bien de la persona, lo bueno para la persona, en este caso el bien de las víctimas? Para que la razón acierte con el bien (denunciar el abuso) no puede verse obstaculizada por una influencia externa, una norma que todavía no existe. Lo contrario no es vivir en la verdad.
Después el señor obispo atribuye el papel de víctima a la propia Iglesia, en la hipótesis de pagar indemnizaciones, arguyendo que si el cura no tiene dinero es la misma diócesis la que tendría que pagar. Se equivoca en su planteamiento: adeudamos a las víctimas mucho más de lo debido en términos de justicia, les adeudamos el bien del que les hemos privado. La otra cara del gravoso precio económico, del «imperio de la ley», es el ominoso comportamiento del clero, descubrir qué tipo de personas están al frente de nuestras parroquias, quiénes toman las decisiones y cómo se actúa con los menores. Aquí no hay cálculos, hay dignidad, búsqueda del bien, justicia con los inocentes. Los abusos del clero, por cuanto se les confía la misión de formar y proteger a los niños, no sólo los priva de ese cuidado debido, sino que constituye una perversión que se traduce en explotación para la fruición y satisfacción personal, con graves consecuencias para el desarrollo moral y psicológico de las personas maltratadas. La mayoría de los abusadores se aprovechan de su posición de superioridad, ciegos al sufrimiento de las víctimas, manipulando la voluntad del otro con la coacción y la intimidación.
Después el obispo insiste sin pudor en el ocultamiento, la práctica más corrupta y ajena a la justicia en la Iglesia que lleva a desconfiar de ella. Ante la idea sugerida de presentar una denuncia en los tribunales, a pesar de haber prescrito el caso, el obispo responderá: «sólo van a conseguir hacer daño, nada más…Y bastante has sufrido para que salgas también en la prensa». Según el «manifiesto contra la violencia sexual» del Consejo de Europa, el abuso sexual infantil es una realidad oculta, tanto por su carácter delictivo inherente como por el silencio al que las víctimas se ven conducidas. Este silencio se debe por una parte a las estrategias de manipulación ejercidas por el abusador, y por otra a la indefensión en la que los niños y adolescentes víctimas se encuentran por motivos evolutivos y las limitaciones propias de su edad. Vuelve a errar en su «tiro de gracia» el Obispo por cuanto es mejor para la Iglesia no convertirse en una rémora para la justicia y la verdad, no contribuir con un obstinado encubrimiento a desacreditar a la institución, como si el escándalo causado por ella debiera sepultar sin reparación vidas inocentes. Sólo el reconocimiento del mal en toda su deforme densidad, será un acto de prudencia y de justicia.
Todo esto nos conduciría a la pregunta Why to be moral?, «¿por qué ser moral?», que muchos plantean. Sencillamente, porque el bien se justifica por sí mismo. Cuanto más moralmente vivamos más nos arriesgaremos a que nuestras vidas no salgan bien. Pero siempre será mejor, como dirá Demócrito, sufrir injusticias que cometerlas, preferir pasar a un estado peor que hacer algo malo, porque si lo hiciera me convertiría en una mala persona. La Iglesia deberá pensar de qué parte está.
Roberto Esteban Duque