En plena época del presidente y la presidenta, del estudiante y la estudianta, finalmente, en la época del nosotres, es necesario apuntar ciertas razones por las cuales la cultura occidental se está yendo al traste, al menos para la posteridad. En esta ocasión, quisiera apuntar al socialismo, como una ideología política que la Iglesia en tantas ocasiones de siglos anteriores, no ha dudado en calificar de errada, peligrosa e insuficiente.
El endiosamiento de la democracia, cosecha de la Revolución Francesa
Sé que es muy difícil para esta generación imaginarse un sistema político que no sea democrático o una lectura social de la realidad fuera del concepto de «República», y esto es así, porque estamos cosechando lo que la Revolución Francesa sembró. Porque la burda obsesión por la igualdad, la libertad y la fraternidad, como slogans formulados por los mal llamados «librepensadores», terminaron por implantar en las grandes masas, que toda desigualdad es injusticia, toda autoridad un peligro y la libertad un bien supremo.
Sépanlo, que el que existan desigualdades en todos los ámbitos, es parte del orden y la naturaleza de las cosas, comenzando por la desigualdad metafísica entre el Creador y sus criaturas (que es después de todo, el último igualitarismo al que nos quiso llevar el comunismo ateo del siglo pasado), porque hay desigualdades harmónicas en la sociedad y así debe ser, como es el caso de la relación entre padres e hijos. Porque este espíritu igualitario que venimos arrastrando, es la explicación del triste escenario que vivimos hoy, en donde los padres tienen miedo de corregir a sus hijos, y entonces terminan corrigiendo a los maestros. El intento de ciertos padres de «ser los mejores amigos» de sus hijos, sigue enseñándonos que causa un grave daño en el entendimiento de los padres en cuanto a sus obligaciones, y el de los hijos en cuanto a las suyas. Buscar la igualdad en todo, terminará siempre menoscabando el valor de la autoridad y el sentido de la obligación en cuanto a leyes, normas y disciplina. Conceptos que actualmente se han vuelto vagos, ambiguos y poco claros.
La libertad como un bien absoluto no es una novedad, es decir, el que las feministas radicales, en una explosión irracional de sus pasiones, salgan con los senos al aire a defecar en la puerta de las catedrales, no es una nueva ideología. Ya Sartre – hombre modelo de su pareja Simone de Beauviour, de la que beberán las feministas de nuestros tiempos – trató de presentarnos la libertad como un bien absoluto, y terminó borrando del mapa la naturaleza del hombre, llevándole a suspirar con frustración existencial su famosa frase: «el hombre es una pasión inútil». Porque resulta que el hombre no se dio la existencia a sí mismo, ni puede «crearse» ex nihilo (de la nada), sino que construye su personalidad y madura en sus afectos, a partir de una esencia que le ha sido dada, porque es criatura, porque existe un Dios que le ha creado. Esto a la ideología de género le parece muy complicado, así que, a la manera de Hegel, ha preferido sacarse la realidad de la mente, tratando de hacer que el mundo encaje a la fuerza en sus construcciones de género. ¡Todo lo contrario a lo que cualquier filósofo decente podría entender de cómo se aprehende la realidad, comenzando por Aristóteles! «La mente debe adecuarse a la realidad y no la realidad a mi mente» … este principio gnoseológico todavía es vigente, y lo seguirá siendo hasta que el Hijo del Hombre vuelva en toda su gloria.
Finalmente, la noción de fraternidad es colocada en la base del amor a los intereses comunes, por encima de todas las religiones y filosofías (así como suele gustarle a la masonería), en la simple noción de humanidad, englobando así en un mismo amor y en una igual tolerancia a todos los hombres con todas sus miserias, morales e intelectuales. No existe mejor receta para la mediocridad que ésta. La doctrina cristiana nos enseña que el primer deber de la caridad no está en la tolerancia de las opiniones erróneas, por muy sinceras que sean[1], ni en la indiferencia teórica o práctica ante el error o el vicio en que vemos caídos a nuestros hermanos, sino en el celo por su mejoramiento intelectual y moral. La fuente del verdadero amor al prójimo se halla en el amor a Dios.
Sobre el socialismo del s. XXI
Parecía que sólo América Latina sufría la demagogia de estos sistemas socialistas, sin embargo, como una gangrena, ha sabido extenderse a Europa, sacudiendo así la mismísima identidad cristiana que le caracterizaba. Porque, para no ofender a nadie, los representantes de Podemos prefieren no decir «Feliz Navidad», pero para el Ramadán ayunarían si sus pasiones se lo permitieran.
La propuesta ideológica no ha cambiado desde el Manifiesto de Marx y Engels, tan sólo se ha puesto colorete y tacones, para parecer menos indigna. Porque los líderes socialistas, como los comunistas de antes, siguen repitiendo el mismo cliché, que toda autoridad viene del pueblo; por lo cual, los que ejercen el poder no lo ejercen como cosa propia, sino como mandato o delegación del pueblo… Muy diferente es lo que propone la doctrina cristiana sobre este punto, que pone en Dios, como en principio natural y necesario, el origen de la autoridad política. Sepan que el vox populi, vox Dei no es de la Iglesia, sino de unos cuantos teólogos liberales que quisieron tener sus cinco minutos de fama.
Es por esto, y no por otra cosa, que el socialismo tiene tanta acogida en nuestras sociedades, porque imbuidos por este espíritu de igualdad, libertad y fraternidad, creyendo que la democracia es el único régimen justo, y que la verdad es lo que dicta el consenso de las mayorías, hemos acabado por creer que estos sistemas en verdad habrán de cumplir lo que ofrecen, porque la desesperación de muchos por encontrar la salvación en un hombre, ha hecho que caigan en mesianismos políticos, endiosando a personajes como Rafael Correa o Nicolás Maduro, que en referencia a Calígula y Nerón, sólo les separan los siglos. Mientras que en Europa, la manía progresista de querer eliminar la Cruz de Jesucristo, les terminará sometiendo al yugo de la Media Luna, buscando «libertad» han abandonado el Camino, y, las mujeres, escandalizándose porque San Pablo aconseja que se cubran la cabeza dentro de la iglesia, terminarán siendo obligadas a cubrirse de cuerpo entero por la policía de la sharia.
¿Cuántos éxodos más se necesitan, para que comprendamos que la tentación del demonio a Adán sigue siendo la nuestra, que seguimos cayendo en el viejo truco de querer ser dioses, instaurando la Ciudad del Hombre, en vez de la Ciudad de Dios?
[1] Cf. León XIII, Notre charge apostolique, 22.