¿Yo para qué nací? Para salvarme.
Que tengo de morir es infalible.
Dejar de ver a Dios y condenarme,
Triste cosa será, pero posible.
¿Posible? ¿Y río, y duermo, y quiero holgarme?
¿Posible? ¿Y tengo amor a lo visible?
¿Qué hago?, ¿en qué me ocupo?, ¿en qué me encanto?
Loco debo de ser, pues no soy santo.
Aunque estamos en período estival en España recordemos que cada año en la solemnidad de Todos los Santos y la festividad de los Fieles difuntos la Iglesia nos invita a meditar especialmente sobre la muerte y lo efímero de nuestra existencia. La misma Liturgia aprovecha este tiempo, tradicionalmente frío en Europa, donde la naturaleza muere, para elevarnos al misterio de la muerte. Le vegetación desprovista de hojas nos recuerda esa sensación desoladora que transmiten los esqueletos humanos.
Los buenos libros son muy salutíferos para el alma. Recuerdo en los apacibles años de mi conversión uno de los libros que, por providencia de Dios, más bien me hizo. Fue Apostar por la muerte de Vittorio Messori.
El escritor afronta en estas páginas uno de los temas más importantes y trascendentes de la vida humana: la muerte, palabra que aun siendo creyentes nos impone siempre un profundo respeto. Un sacerdote muy sabio me dijo que la muerte era el verdadero termómetro de la vida espiritual.
¿Tenemos en todo momento una fe firme e inquebrantable en la Resurrección de Cristo como primicia de la nuestra?
El motivo de la necesidad de apostar por la muerte, ósea tenerla muy presente y no ignorarla, está muy bien resumido en la sinopsis del libro:
Las ideologías dominantes ignoran o disfrazan el drama de la muerte, porque ante ese conflicto carecen de respuesta. Pero la huida de las preguntas radicales que afectan al hombre, no puede satisfacer nunca las ansias de plenitud y eternidad y hacen al ser humano más desdichado.
La muerte un tema tabú en la sociedad
La ingeniería social anticristiana ha logrado que la muerte sea un tema tabú en la sociedad. Las televisiones se atiborran de sonrisas frívolas y de conversaciones superficiales. No es políticamente correcto hablar del sentido de la vida y menos aún de la muerte. A la sociedad hedonista no le interesa hablar de la muerte. Es mejor esconder la cabeza, como el avestruz, ante la gravedad de nuestro destino, ante el león rugiente que nos devora.
Antiguamente las personas solían morir en casa, rodeados de sus seres queridos. Los niños incluso estaban presentes para que viesen la muerte como algo natural, el fin de nuestro peregrinar terreno y la antesala del cielo. Hoy en día el enfermo muere en el hospital sin apenas visitas y lo que es peor en muchos casos sin la presencia del sacerdote, porque se quiere ocultar la verdad y engañar al enfermo.
Tempus fugit, aeternitas manet
Antiguamente los escritores clásicos tenían en su escritorio una calavera para tener siempre muy presente el recuerdo de la muerte. Algunos monjes cada día debían cavar en la tierra la tumba que les esperaba.
Los cementerios estaban antiguamente en el centro de las ciudades, hoy en día se relegan a las afueras de las mismas, como para aparcar lejos de lo cotidiano el problema de la muerte. Pero la muerte siempre está ahí y vendrá como un ladrón a buscarnos.
Tiempo atrás se nos enseñaba a vivir con heroísmo cristiano para tener una santa muerte, que es una de las cosas más edificantes para un creyente. Hoy en día se nos invita a disfrutar de la vida y a no pensar en la muerte... Pero, ¿una persona hedonista muere realmente con paz? Tales vita, finis ita. Normalmente como se vive se muere, salvo excepciones. Y no hay que tentar a la suerte en asunto tan grave y trascendente.
Hay muy buena literatura católica al respecto. A modo de ejemplo citaré Preparación para la muerte de San Alfonso María de Ligorio o Diferencia entre lo temporal y eterno del P. Nieremberg S. J. Suele haber excelentes meditaciones sobre las postrimerías, que les invito a leer.
El ciprés es símbolo de la muerte, el árbol que puebla nuestros cementerios. Comparto con ustedes una sencilla oda al famoso ciprés de Silos, meditación sobre lo efímero de la vida y la certeza de la muerte, nuestra hora de la verdad, donde seremos juzgados por nuestra vida.
Al ciprés de Silos
Pértiga del tiempo, savia de perenne filo que rasga la bóveda y custodia el claustro,
lúgubre carámbano de clorofila, soplo de hielo que flores marchita,
alabardero silente, junco grácil y enjuto, clérigo cerbatana engalanado,
verde esperanza contra toda esperanza, mausoleo de camposanto comunitario.
Silencio pétreo, glorias efímeras, pompas etéreas, cenizas mudas,
apacible refugio que al alma fatigada le susurra la Sabiduría Eterna,
remanso donde entonaron loas los poetas, se postraron los reyes y cincelaron santos,
guardia noble de San Benito, desde la atalaya testigo de la observancia benedictina.
Egregia porción de gloriosa historia, pétalo de edén recóndito en la Vieja Castilla,
gregoriano que se torna seráfico y se marida con los aguerridos ecos del Cid,
abadía cual loba Luperca que amamanta a todo el pueblo y a lejanos peregrinos,
que cuál infantes, vacan sumisos a la fonte, al recio cobijo de la Virgen de Marzo.
Javier Navascués