Dado que el matrimonio tiene su origen en la naturaleza y ha existido siempre, puede parecer extraño que para la Iglesia sea una institución divina y un sacramento cristiano. El matrimonio no es una unión cualquiera entre dos personas, sino que ha sido fundado por el Creador, que lo ha dotado de naturaleza propia, con propiedades y finalidades esenciales. Es por ello de institución divina porque las exigencias de la naturaleza humana se fundan en la voluntad de Dios manifestada en la creación y en la revelación. Además, el matrimonio cristiano es sacramento porque para que lo sea no es preciso que Cristo lo haya inventado, sino que basta con que tenga los requisitos propios de los sacramentos de la nueva ley, es decir, que sea un signo sagrado productor de gracia, instituido por Cristo.
Ahora bien, el concilio Tridentino define: “Si alguno dijere, que el matrimonio no es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la ley del evangelio, e instituido por Cristo Señor, sino inventado por los hombres en la Iglesia, y que no confiere la gracia, sea anatema” (Denzinger nº 971).
Afirmar que el matrimonio es sacramento, es afirmar que tiene, además de lo propio de todo matrimonio, lo característico de los sacramentos, que son actos de Cristo que en este caso actúa en los cónyuges efundiéndoles los dones del Espíritu Santo. Éste es el protagonista invisible, pues es quien transforma sobrenaturalmente la alianza conyugal y la hace partícipe del amor nupcial de Cristo por su Iglesia, no siendo la sacramentalidad del matrimonio algo añadido o extrínseco, sino que estamos ante el matrimonio mismo querido por el Creador, y elevado por Él a la dignidad de sacramento mediante la acción redentora de Cristo. La diferencia fundamental de un matrimonio religioso con un matrimonio civil o una unión de hecho está en la presencia divina santificando el matrimonio. Quien celebra conscientemente el sacramento del matrimonio sabe que Dios está presente en su vida matrimonial y familiar y que éstas tienen un sentido y una dimensión religiosa.
El sacramento del matrimonio expresa el poder salvador de Dios y la fidelidad de su amor hacia los que quieren vivir y amar juntos. Para el creyente, el matrimonio es el único lugar donde es posible ejercitar responsablemente una sexualidad querida y bendecida por Dios, aunque es más exacto decir que es el amor el que puede convertirse en sacramento, es decir en signo visible y efectivo del amor de Jesucristo, que afirmar que es el sacramento el que legitima un determinado uso de la sexualidad. Es en el sacramento donde la relación sexual alcanza su plenitud moral, religiosa y espiritual y donde los valores humanos no son excluidos, sino realzados. El Espíritu Santo es quien hace a los cónyuges capaces de amar según Dios, acrecienta su capacidad de dar y recibir felicidad, y les ayuda a superar sus debilidades físicas, psíquicas y morales, facilitándoles la superación del egoísmo y logrando que su amor mutuo sea cada vez más oblativo y generoso. Este sacramento supone la gracia, pero también el esfuerzo personal y es para quienes lo contraen el camino que lleva a reconocer en la fe que su amor mutuo es participación del amor mismo de Dios, ya que “el amor procede de Dios” (1 Jn 4,7).
Quienes se casan con fe reciben una gracia que les hace tomar como su modelo el amor unitivo y fecundo de Cristo hacia su Iglesia (cf. Ef 5,23) y aceptan así convertirse en imitadores y realizadores de ese amor, admitiendo la presencia en ellos de Jesús y su Espíritu, viviendo así su sexualidad según el plan de Dios, lo que supone ciertamente la entrega de la mujer al marido, pero también de éste a aquélla, cada uno dando su vida por el otro en mutua entrega (cf. Jn 15,13), a ejemplo de Cristo que se entregó y sacrificó por su Iglesia (cf. Ef 5,25). Quienes reciben esta gracia quieren vivir su amor mutuo como camino de santidad y perfección cristiana (cf. 1 Jn 4,20), siendo la base de la relación sacramental el amor, entrega y generosidad mutua, nunca la sumisión unilateral: compañera te doy; no sierva.
Los esposos no obran como simples personas privadas, sino como miembros del Cuerpo de Cristo, de modo que en el acto constitutivo del matrimonio, Cristo se une a ellos y en su entrega mutua total, dan también a Cristo, presente en su corazón. Es, por tanto, el sacramento un lugar privilegiado de encuentro con Dios y un motivo más de confianza en su Providencia que inserta así la vida de los cónyuges en la misión redentora de Cristo y de la Iglesia, de tal modo que reciben en ellos la gracia de estado que les posibilita la mutua santificación y les ayuda a cumplir sus deberes de esposos y padres cristianos. La sacramentalidad no es algo exterior ni añadido al amor conyugal, sino que gracias a ella lo fundamental no son los mandamientos y deberes morales, sino la ayuda santificadora de Dios que da su gracia al matrimonio para que vivan según los valores evangélicos.
Pedro Trevijano, sacerdote