La Iglesia es la esposa amada e inmaculada de Jesucristo, quien «amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5, 25). Él es el Esposo del nuevo Pueblo de Dios. Así como un esposo a su esposa «la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia» (Ef 5, 28-29). Él ha sido el primero en amar a la Iglesia porque es su Salvador.
La nueva y eterna Alianza sellada en la Sangre de Cristo tiene su analogía en el amor matrimonial de los esposos. Cristo establece una «Alianza eterna»(Hb 13,20) con la humanidad. Esta Alianza es la Iglesia, a la que pertenecemos porque hemos sido convocados, sin merecerlo, por Cristo a través de la Palabra de Dios, el don de la fe y los sacramentos, particularmente el Bautismo y la Eucaristía. Y por Cristo la Iglesia se constituye en la Madre de todos sus discípulos, ya que el amor redentor nos engendra a la vida nueva de los hijos de Dios.
La Iglesia pertenece a Cristo. Él la santifica por la efusión del Espíritu Santo y la llena de su infinito amor. De este amor divino se nutre la Esposa para amar a su Esposo con un corazón indiviso, inmaculado y santo. Es por ello que los cristianos creemos que la Iglesia es santa, con la santidad que procede de Cristo.
Si Cristo amó a la Iglesia hasta dar la vida por Ella, ¡también yo la amo y nunca dejaré de amarla! A pesar de mis pecados y miserias humanas, amo a la Iglesia, porque creo con fe firme que es «una, santa, católica y apostólica», la Esposa fiel de Cristo, mi Madre que me engendra a la vida cristiana y la Maestra que me enseña a guardar todo lo que Cristo me ha mandado (ver Mt 28,20). Desde siempre la Iglesia ha estado constituida por miembros pecadores, porque Cristo ha dicho: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2,17). Es por eso que decimos en la Misa: Señor «no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia».
No podemos despreciar a la Esposa amada de Jesucristo, porque sería despreciar al mismo Esposo. Es al revés. El pecado de nosotros, los redimidos por la Sangre de Jesucristo y de hijos de la Santa Madre Iglesia, es lo que nos debe dolor, por ser ofensa al amor de Dios, ultraje a la propia condición de cristianos y escándalo para los demás. Nunca ha habido una época en la que no hubiese miembros pecadores y corruptos en la Iglesia.
Y por eso tengo la firme esperanza de que la Iglesia, por la misericordia de Cristo, resplandecerá aquí, en la tierra y la historia, en todo su esplendor a través de la santidad de sus miembros: «Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo» (Ap 20,2).
+ Francisco Javier
Obispo de Villarrica (Chile)