Friedrich Nietzsche habló sobre la «transvaloración de todos los valores»: la inversión de nuestros conceptos del bien y del mal en esta era postcristiana. Lo que antes se había considerado bueno -la humildad, la negación de sí mismo, la obediencia, el amor a los pobres y a la pobreza, esperando un mundo por llegar- fue visto, en su sistema, como algo malo, y lo que se consideraba malo -imponer la propia voluntad por la fuerza, satisfacer los deseos, aplastar al débil, despreciar los pensamientos sobre el más allá, vivir el momento- serían ahora consideradas virtudes. El Übermensch o superhombre sería exactamente lo contrario a un santo cristiano.
Como demuestra la atrocidad del aborto, la visión de Nietzsche ha prevalecido en la sociedad secular occidental. Pero ¿no ha invadido una forma sutil de esta «transvaloración de todos los valores» también el cristianismo, incluida la iglesia católica, que parecía que durante siglos se había mostrado totalmente opuesta a cualquier compromiso con la modernidad y su espíritu ateo?. En los últimos treinta años de mi vida (es decir, los años en los que he sido realmente consciente de lo que es ser católico y he intentado llevar una vida coherente con mi fe) he notado una tendencia creciente que ciertamente merece ser llamada nietzscheana.
Si, por ejemplo, uno argumenta que cierta idea o práctica es «protestante», probablemente será tachado de ser «anti-ecuménico». De esta forma, un vago ecumenismo ha suplantado varios dogmas de fe como medida de lo que es ser cristiano. «Yo no creo en dogmas, yo creo en el amor», como le dijo una vez una monja que no llevaba hábito a un guía turístico que era sacerdote.
Si uno dice que una costumbre litúrgica o una opinión es contraria a las enseñanzas del Concilio de Trento o a cualquier otra decisión magisterial, probablemente se le juzgue como «anclado en el pasado» o «no en línea con el Concilio», refiriéndose por supuesto al «super» Concilio Vaticano II, en cuyo nombre todos los anteriores concilios deben ser ignorados o negados. Una nueva forma de conciliarismo ha suplantado a la obediencia al depósito de la fe en su integridad y a la Tradición eclesiástica con toda la riqueza recibida. «Eso es pre-Vaticano» como una monja ya mayor solía espetar a cierto sacerdote cada vez que éste afirmaba la enseñanza de la Iglesia.
En un artículo reciente, expuse mis objeciones a la praxis del lector moderno por considerarla protestante y pelagiana. La reacción de los progresistas actuales (es decir, la corriente principal en la Iglesia) sería indudablemente: « Y ¿qué? somos amigos de los protestantes y no nos importa ninguna oscura herejía antigua en estos tiempos tolerantes. Todo lo que importa es la participación activa». Con una frase mal entendida, cinco, diez o quince siglos de catolicismo pueden ser barridos. Sorprendentemente, incluso los clérigos que hablan sobre el pelagianismo parecen incapaces de ver sus signos más dinámicos y prácticas más afianzadas ni aunque las tengan delante de sus narices.
Nuestro Señor nos enseñó que divorciarse y volverse a casar con otra persona era cometer adulterio, que es un pecado mortal; pero di esto hoy y eres automáticamente tachado de ser «rígido, moralizante, inmisericorde, desagradable, farisaico». No importa si los fariseos eran los que aprobaban el divorcio y derogaban grandes normas mientras imponían otras pequeñas; a nadie le importa hoy ni la historia ni la lógica. Esto, también, es esencial en el «nuevo paradigma»: el desterrar la historia y la castración de la lógica.
Tales ejemplos se podrían multiplicar ad nauseam. Todos apuntan a una misma cosa: lo que solía ser ortodoxo es ahora visto como herejía y lo que solía ser considerado como herejía ahora es considerado ortodoxia. La «transvaloración de todos los valores».
Estamos en un momento crítico de la historia de la Iglesia católica. Podríamos llamarlo el nadir de la Pascendi Dominici Gregis, el momento en que se está haciendo un intento, en la práctica si no en teoría, de sustituir las enseñanzas de San Pío X por las diametralmente opuestas. San Pío X había definido el modernismo como «la síntesis de todas las herejías». Para muchos líderes actuales de la Iglesia y laicos, sin embargo, es la ortodoxia la que es «la síntesis de todas las herejías» y el modernismo el que es la fe católica pura y simple. En realidad, se ha convertido hoy en una moda, incluso en los llamados círculos conservadores, tildar de fundamentalista católicos a los que mantienen y enseñan lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica de Juan Pablo II.
La transvaloración, o quizás a veces simplemente la devaluación de todos los valores se puede ver si repasamos los teólogos populares de nuestros tiempos. La extraña teología trinitaria de Hans Urs von Balthasar es totalmente irreconciliable con la teología trinitaria ortodoxa de la Iglesia (1). Tomando como ejemplo otra de las novedades de dicho autor, el obispo Robert Barron cree que puede seriamente afirmar que todos los hombres podrían ser salvados, una visión que Nuestro Señor en los evangelios, Nuestra Señora de Fátima y toda la Tradición de la Iglesia anterior al Vaticano II habrían desaprobado. La versión estándar «Bud Lite» (ndt 1) de la cristología tiene poco que ver con la versión articulada y defendida con gran esfuerzo por muchos de los santos Padres de la Iglesia, como San Atanasio y San Cirilo de Alejandría. Comparada con la de San Alfonso o San Luis de Montfort, nuestra mariología es o inexistente, o sentimental o reducida. La izquierda socialista y la derecha capitalista se han apropiado de la enseñanza social de la Iglesia, cada una para sus propios propósitos, mientras temas fundamentales como los que encontramos en León XIII, como por ejemplo, la relación ontológica e institucionalmente necesaria entre la Iglesia y el Estado, son ignorados o caricaturizados. En lo que se refiere a nuestra teología sacramental y litúrgica, a uno se le puede perdonar por preguntarse si queda algo de la teología ortodoxa a nivel popular, aparte de los conceptos (simplistas) de validez y licitud.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Ha sido un largo y serpenteante camino que data al menos de varios siglos atrás, con el nominalismo, voluntarismo, protestantismo, racionalismo y liberalismo, cada uno jugando un papel estelar. Pero en términos de cómo este Nitzscheanismo ha encontrado un hueco en casi cada iglesia católica, en casi cada seno católico, filtrándose en la nave, propagándose en el santuario, borrando o taladrando la memoria de nuestros antepasados y las caras de los santos y ángeles, creo que la respuesta está clara.
Esta «transvaloración de todos los valores» es una consecuencia necesaria de la transformación de todas las formas.
Me refiero a la forma en la que nada de la vida católica quedó sin tocar después del Vaticano II. Cada aspecto de la misa, del Oficio Divino, cada rito sacramental, de bendiciones, cada una de las vestimentas litúrgicas y clericales, cada página del derecho canónico y del catecismo, todo fue modernizado, reformado, revisado, normalmente para ser depreciado o suavizado: «La Palabra se hizo insulsa y habitó en las periferias». La belleza y el poder de nuestra tradición fueron atenuados como mínimo o, en el peor de los casos, silenciados. Ninguna forma se salvó, ni se mantuvo o se consideró digna de ser preservada tal como era, tal como fue recibida.
El mensaje claro o subliminal no es difícil de inferir: la Iglesia Católica perdió el rumbo hace siglos, y ahora tiene que volver a ponerse en línea con el mundo moderno. Todo está en juego. Qué medida aplicar, qué ideal al que aspirar, qué fin alcanzar antes de que el cambio se detenga, incluso estos son indeterminados, discutibles, indefinidos, como en un monólogo interior mal escrito. Nada puede quedar intacto, como un reconocimiento agradecido y humilde a su longevidad y aprecio. Ya no construimos sobre roca, porque significa que es inamovible, las arenas movedizas es lo que mejor se ajusta a la evolución, la flexibilidad y el pluralismo del hombre moderno.
Simplemente no es posible que un proceso tan iconoclasta, vandálico, de baja autoestima, de auto expresión creativa pueda tener lugar sin poner en duda todas las creencias y prácticas católicas. La liturgia de la Iglesia fue ostensiblemente reformada; en realidad el catolicismo fue cuestionado de pie a cabeza, o mejor diremos de campanario a cripta. Una grieta en el dique es suficiente para hacer que todo se colapse.
La transformación de todo, por tanto, produjo, como después de la revolución inevitablemente aparecen el agotamiento y la dictadura, la transvaloración de todos los valores. Uno podría casi definir esto como un teorema de Euclides: «Asumir el aggiornamento, demuestra que la ortodoxia se convertirá en la síntesis de todas las herejías». Y así ocurrió como alguien podría haber predicho. Q.E.D. (quod erat demostrandum, lo que se quería demostrar).
Este es el amplio contexto que explica y, de hecho, impulsa los vertiginosos eventos de los que estamos siendo testigos bajo este pontificado, tales como el desmantelamiento de los frailes y monjas franciscanos de la Inmaculada, la supresión del monasterio trapense de Mariawald, la presión por hacer el celibato opcional, por expandir los ministerios femeninos, el fuerte resentimiento hacia el Summorum Pontificum y cualquier práctica litúrgica tradicional que ha resurgido (por ejemplo, la celebración ad orientem), los disparates de los «amorites» (ndt 2) que están trabajando sin descanso (a imitación de su maestro) para lograr la aceptación en la Iglesia de toda «expresión» sexual, …, etc, etc.
Todo tiene sentido en el momento en el que uno ve a los nuevos señores del universo mantener exactamente lo contrario de lo que tú y yo pensamos. Creemos lo que los católicos han creído siempre; queremos vivir y rezar como los católicos lo han hecho siempre (2); y nos sorprende que seamos objeto de burlas, hostilidad y persecución. Pero no deberíamos sorprendernos. Estamos viviendo según el antiguo paradigma, en el que el modernismo era la síntesis de todas las herejías. Nuestros enemigos siguen un nuevo paradigma, el paradigma, de hecho, de la novedad o novelería sistemática. Cuanto más nuevo es algo, mejor, más auténtico, más real, en el siempre cambiante proceso de maduración del ser humano. Para ellos, la así llamada «fe ortodoxa» defendida por gente tal como San Agustín, San Juan Damasceno, Santo Tomás de Aquino, San Roberto Belarmino, San Pío X, es ya absolutamente irrelevante para el hombre moderno; es una reliquia congelada de un tiempo pasado, un obstáculo al progreso que el Espíritu de la Novedad quiere otorgar. (3)
Los pregoneros de la novedad no se atreverán quizá, a canonizar a los miembros más ilustres de su casa, Ockham, Descartes, Lutero, Hegel o Nietzsche, pero se esforzarán para hacerlo con miembros menores como Giovanni Battista Montini, Annibale Bugnini, y Teilhard de Chardin. Deberíamos prepararnos espiritualmente para soportar una época de sacrilegios, blasfemias y apostasías como los católicos nunca han soñado ni en el peor de los períodos paganos de persecución o de confusión interna.
Podemos confortarnos con la certeza, como Juan Pablo II nos recordó en su último libro «Memoria e Identidad» que el Señor siempre pone un límite al mal, tal como hizo con el nacionalsocialismo y con el comunismo soviético. Él no tentará a ningún hombre más allá de lo que pueda soportar. Y, siendo este pensamiento consolador, podemos encontrar alivio en el hecho de que Nuestro Señor restringe los males que cada uno de nosotros debe soportar marcando un límite a nuestras vidas. Para el discípulo fiel que se acoge a Cristo y a su evangelio que da vida, la muerte aceptada en el abandono de uno mismo es, además de una maldición consecuencia del pecado original, una bendición que nos libera de un mundo que no es y nunca estuvo destinado a ser nuestro hogar definitivo (Cfr. Heb 13, 14). Este hecho inevitable no es una invitación al quietismo -debemos trabajar y trabajaremos- sino más bien una llamada a preservar nuestra paz del alma en medio de las pruebas del mundo, que nunca faltarán y que están ahí para liberarnos poco a poco de nuestras ataduras, mientras nos preparamos para la fiesta eterna de las bodas del Cordero.
Mientras tanto, durante nuestro peregrinaje en esta vida, debemos luchar el buen combate, mantener la verdadera fe y resistir todas y cada una de las derivas que surjan en nuestro camino, mientras que luchamos para transmitir lo que nosotros hemos recibido y para buscar la entronización de Cristo como Rey de nuestros corazones, casas, parroquias, países y toda la creación.
Peter Kwasniewski
Publicado originalmente en 1P5
Traducido para InfoCatólica por Ana María Rodríguez
Notas:
(1) Fr. Bertrand de Margerie, S.I., publicó una corta pero mordaz «Nota sobre la teología trinitaria de Balthasar», en The Tomist 64 (2000): 127/30, en la cual cita varios textos heréticos del trabajo y comentarios de dicho autor: «Encontramos una paradoja: algunos autores modernos, evidentemente preocupados por la espiritualidad, han caído sin querer en una concepción del Ser Divino que es claramente materialista… Una especie de recurso psicológico humano que corre el riesgo de conducir a los lectores del teólogo suizo hacia el triteismo… Dada la sólida afirmación del evangelio de la unidad entre el Padre y el Hijo, afirmaciones reiteradas por varios Concilios Ecuménicos para subrayar su consustancialidad, no podemos aceptar el lenguaje dialéctico oscuro y, sobre todo, peligroso de Balthasar que parece que afirma y niega al mismo tiempo».
(2) La respuesta ingeniosa favorita de los progresistas es que «la liturgia siguió desarrollándose a lo largo del tiempo, así que no puedes decir que los católicos ‘siempre han dado culto de esta o aquella forma’». Pero esta es una respuesta superficial. La verdad profunda es que los católicos siempre han dado culto de acuerdo a la liturgia que han recibido y cualquier desarrollo se produjo asumiendo la continuidad de los ritos, los cantos y los textos. El trabajo del Concilio de los años 60 rechazó esta premisa alterando casi todos los aspectos de la liturgia, añadiendo y quitando material de acuerdo a sus propias teorías. Por lo tanto, lo que produjeron no es y nunca podrá ser una expresión de la Tradición Católica; siempre será algo ajeno.
(3) Es debido al evolucionismo darwinista-hegeliano que los conservadores de hoy están tan dispuestos a aceptar que cualquier cosa que diga el Papa prevalece sobre lo que sus predecesores han dicho sobre la misma materia. En realidad, las enseñanzas de un Papa tienen autoridad precisamente en tanto que contengan y confirmen las de sus antecesores, incluso si las amplía en consonancia con lo que ya sido enseñado. Es más, las reglas elementales de la interpretación magisterial nos dicen que una enseñanza dada con un gran nivel de autoridad sin importar si se dio hace décadas o siglos, tiene más peso que una enseñanza reciente, pero con menos nivel de autoridad. Dicho nivel se mide por el tipo de documento o la ocasión en la cual fue promulgado, la fórmula verbal empleada u otros signos.
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(ndt 1) Bud-lite se refiere a la versión light de una conocida marca de cerveza americana.
(ndt 2) Amorite es un vocablo acuñado por el autor en un artículo suyo (https://onepeterfive.com/fifty-year-descent-footnote-351-progressive-desensitization-holy-eucharist/) que denomina a los que, según él: «ven la eucaristía como una reunión fraterna, un evento social o una afirmación del valor humano, una celebración del amor incondicional de Dios o cualquier otro eslogan que se venga a la mente…».