No cabía tanta vida en aquella oquedad de la muerte. Y reventó su tiniebla, siendo imparable que la luz entrase por cada rendija. De par en par, la piedra cedió el paso no a la vida de antes, no a la mortalidad precedente, sino a la vida nueva que a eternidad sabía. Así fue el triunfo de Jesús resucitado sobre su muerte y sobre la mía.
Es lo que celebramos los cristianos en estos cincuenta días de pascua. Ponemos en nuestros labios un canto que tiene como estribillo y estrofa un aleluya que no acaba en su agradecimiento conmovido por tamaña gracia. La vida es así acariciada, abrazada, respetada y defendida, porque hemos aprendido a mirarla con los ojos benditos de quien asomado a ella le dio su aliento vital, su bondad primera, su más íntima belleza.
Por eso, la vida es algo demasiado grande, demasiado bello como para no tomárnosla responsablemente en serio. Uno de los pasajes más sugestivos de la Biblia, en el libro de la Sabiduría, tiene una expresión en la que queda manifiesta la intención bondadosa y embellecedora de Dios Creador: «Tú amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho» (Sab 11,24). Esta es la afirmación humilde que el pueblo cristiano ha hecho a través de los siglos de su historia. No es un Dios hostil al hombre, y el hombre no es extraño ante Dios.
San Juan Pablo II nos regaló una encíclica tomando la vida como argumento de la buena noticia cristiana: «El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido con amor cada día por la Iglesia, es anunciado con intrépida fidelidad como buena noticia a los hombres de todas las épocas y culturas» (Evangelium vitae, 1). Y tanto más sorprendente puede resultar este anuncio cuanto más está en entredicho de mil formas este regalo supremo de Dios que es sencillamente vivir.
Vale la pena releer un texto del Vaticano II en donde se puso nombre a los desmanes contemporáneos:
«todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador» (GS, 27).
Celebramos como cada año la Jornada de la Vida, en torno a la fiesta de la Encarnación del Señor. Es un modo precioso de construir un mundo nuevo y contribuir a la renovación de la sociedad porque como decía Juan Pablo II «no es posible construir el bien común sin reconocer y tutelar el derecho a la vida.... Ni puede tener bases sólidas una sociedad que –mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz– se contradice radicalmente aceptando o tolerando las formas más diversas de desprecio y violación de la vida humana sobre todo si es débil y marginada. Sólo el respeto de la vida puede fundamentar y garantizar los bienes más preciosos y necesarios de la sociedad, como la democracia y la paz» (Evang. Vitae 101). Jornada de la vida para dar gracias por ella. Para cantar el aleluya de la vida resucitada.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm, Arzobispo de Oviedo