La vertiginosa descristianización, y consecuente deshumanización, que padece nuestra amada Argentina nos está llevando a que, cada vez más, nos identifiquemos con los animales domésticos, las plantas y las cosas; y hasta les demos el trato de personas humanas. La herejía ecologista se ha instalado entre nosotros. Y ya es común que no pocos adultos llamen a sus mascotas, mi hijo, mi bebé, la luz de mis ojos, y otras calificaciones antes reservadas para hombres de carne y hueso… Y que hasta las alimenten y las cuiden tanto o más que si fueran auténticos cristianos.
Casi como una plaga se multiplican, aun en barrios humildes, peluquerías caninas, almacenes para mascotas, y hasta psicólogos para ellas… Y, al mismo tiempo, vemos azorados cómo cae el número de nacimientos; cómo es cada vez más difícil encontrar buenos ambientes y hasta buenos comercios con buenas propuestas para niños, y cómo el antinatalismo y la comodidad promovidos por el Nuevo desOrden Mundial van haciendo estragos en nuestra sociedad.
Como seminarista y, luego, como sacerdote, estuve siempre destinado en periferias y villas de emergencias. Hasta hace unos años abundaban en ellas los niños y los perros… Hoy los canes llevan la delantera por varios cuerpos…
No tan visibles pero, también, sólidamente presentes están los gatos. Con su sistemática astucia, como para caer siempre bien parados, y tener siete vidas; según el ingenio popular. No en vano sus características y sus vínculos con diversas circunstancias en la vida de los mortales, los han llevado a tener, hoy por hoy, más de sesenta acepciones y expresiones registradas en el Diccionario de la Real Academia Española.
Argentinísima, al fin, es la calificación de gato a toda persona que ejerce la prostitución (¡perdón por no llamarla ‘trabajo sexual’…!), en ambientes por lo general selectos, y en apariencia bien lejos del vicio más antiguo… Últimamente, y de modo especial entre muchos jóvenes y no pocos grandes, también se llama gato a todo aquel que, además de promiscuidad, conjuga marginalidad y hasta delito con capacidad de seducción y liderazgo. Alguien que es admirado y detestado, al mismo tiempo.
¡Qué lejos estamos de aquella bíblica concepción del nombre como mandato! ¿Nos hemos olvidado, definitivamente, de las palabras del ángel a San José: a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados (Mt 1, 21)…?.
El gato ha remplazado, en la práctica, a casi todos los nombres. E, incluso, está relegando a cómodos segundos planos a otra grosera expresión vinculada a la genitalidad masculina…
¡Cómo sufrimos los párrocos cuando nos traen los niños para bautizar; conscientes de que muy pocos los llamarán con sus nombres de pila. Que, dicho sea de paso, son cada vez menos cristianos! Antes se les ponía a los niños el nombre del santo del día; hoy los toman de internet, o de bárbaros y hasta sanguinarios personajes paganos, salidos de las telenovelas.
¿Faltará mucho para que alguien pida bautizar a su hijo como Gato? ¿Si hay ya quienes ponen el nombre de Mora, estará lejano el día de Pera, Banana o Sandía…?
No cabe la menor duda: frente a esta tiránica ideología de género, promovida por el mundialismo masónico y ateo, del narco-porno-liberal-socialismo del siglo XXI, solo es posible la revolución de la vida y la familia. Y uno de los campos de batalla es, precisamente, el del lenguaje. El enemigo de Dios, y consecuentemente del hombre, sabe que se debe deconstruir –como argumenta desde su ideología- la creencia de siglos (como llama al cristianismo), y así imponer su materialista y autodestructiva visión de la existencia.
¿Tendremos que asumirnos y presentarnos como gatos para tener más derechos humanos que los niños por nacer, los ancianos y enfermos, los excluidos y todos los descartables del globalismo totalitarista? ¿Deberemos pedir que nos traten como mascotas, para no vivir huérfanos, sin techo, y a merced de los poderosos de turno?
¡Es hora, pues, del combate! Por supuesto, al dar la batalla, no nos llamarán gatos, sino otras lindezas mucho más fuertes. Pero, como sabemos, ningún discípulo es superior al maestro (Lc 6, 40), y nosotros pertenecemos a Aquel que nos advirtió sobre las tribulaciones. Y que nos llamó a no temer, pues Él venció al mundo (Jn 16, 33).
P. Christian Viña, sacerdote