Cuando yo estaba en el seminario a principios de los sesenta, se nos enseñó el concepto de que la rígida disciplina centenaria de la Iglesia sería una cosa del pasado después del Concilio Vaticano II. Supuestamente, esta rigidez realmente no había servido para salvaguardar las enseñanzas de la Iglesia, así que se necesitaba un nuevo enfoque más suave.
Medio siglo después, ya tenemos los resultados, y es indiscutible que el enfoque más suave no funcionó. Además del éxodo de sacerdotes, monjas y religiosos, ha habido una enorme pérdida del conocimiento de las enseñanzas de la Iglesia entre los laicos. Y no es de extrañar, ya que se ha hecho poco esfuerzo en aclarar dichas enseñanzas desde los antiguos nefastos días de la «rígida disciplina».
El mal ejemplo citado con más frecuencia entonces era el esfuerzo hecho por el Papa San Pío X para erradicar el modernismo, despidiendo a los profesores disidentes y después, en 1910, instituyendo el juramento Anti-Modernista que «debe ser hecho por todo el clero, pastores, confesores, predicadores, superiores religiosos, y profesores de seminarios filosóficos -teológicos». Este juramento empezaba por acoger y aceptar «todas y cada una de las definiciones que han sido descritas y declaradas por la infalible autoridad de la Iglesia, especialmente aquellas verdades principales que se oponen directamente a los errores de estos días».
Aquellos errores eran brevemente explicados, seguidos por este acatamiento:
« Yo acato y me adhiero con todo mi corazón a las condenaciones, declaraciones, y a todas las prescripciones contenidas en la encíclica Pascendi y en el decreto Lamentabili, especialmente las concernientes a lo que se conoce como la historia de los dogmas».
Los críticos «iluminados» de este juramento fueron muchos y prominentes durante el Concilio Vaticano II, y se impusieron sólo dos años después de que concluyera. En 1967, la CDF bajo el papado de Pablo VI emitió una Profesión de Fe bastante acortada «en sustitución de la forma tridentina y del juramento anti-modernista». Es una breve reafirmación del Credo con una apostilla final:
«También acepto y guardo firmemente todas y cada una de las verdades que se refieren a la doctrina de la fe y la moral, tanto las solemnemente definidas por la Iglesia como las afirmadas y declaradas en el magisterio ordinario, así como aquellas doctrinas propuestas por dicho magisterio».
Hasta aquí está bien, pero no cita ningún error específico, incluso cuando contradicen «el magisterio ordinario» de la Iglesia. En este punto, los errores pueden haber llegado a ser tan numerosos que era necesario abreviar el juramento o la profesión.
Pero no estoy seguro de que ésta fuera la única razón. El cambio también reflejaba un deseo por parte de elementos poderosos del Concilio de presentar al mundo una cara más amable de la Iglesia.
Pio X era demasiado listo para pensar que un juramento iba a limpiar la Iglesia de los disidentes herejes. Pero fue un indicativo para los obispos que estaban obligados por su propio oficio a disciplinar y despedir no solo a aquellos que rechazaron hacer el juramento sino también a lo que apoyaron doctrinas heréticas.
El Vaticano II había confirmado la autoridad y la responsabilidad de los obispos como verdaderos sucesores de los apóstoles. Así, se podría argumentar que, si los obispos cumplen su seria obligación de salvaguardar la fe, tal juramento- al menos no uno tan detallado- no sería necesario.
Desafortunadamente, después del Concilio la disciplina casi desapareció, al menos en lo que concernía a salvaguardar la fe. Fijémonos en la abierta y masiva disensión con respecto a la Humanae Vitae, ciertamente un ejercicio del Magisterio ordinario del Papa, pero también una reafirmación formal de la constante enseñanza del Magisterio Ordinario Universal, que fue definido como infalible tanto por el concilio Vaticano I como por el Vaticano II.
Aun así es difícil pensar en alguien entre «el clero, los pastores, confesores, superiores religiosos, predicadores, y profesores de seminarios filosóficos-teológicos» que fuera abiertamente disciplinado por su obispo por disentir de esta enseñanza. En realidad, llevó veinticinco años quitar de su puesto a uno de los líderes del disentimiento, Charles Curran, de una universidad pontificia (la universidad católica de América). Muchos otros continuaron en sus puestos en instituciones católicas hasta que se jubilaron.
San Juan Pablo II y Benedicto XVI intentaron cambiar las cosas, pero con poco éxito.
Parte del problema residía en el hecho de que varios obispos eran, ellos mismos, disidentes, aunque secretamente, por miedo a las repercusiones. Yo sentía cierto respeto por la honestidad, al menos de uno o dos obispos, que se oponían abiertamente a la Humanae Vitae. Pero tendría que ser uno muy ingenuo para pensar que había solo uno o dos obispos disidentes. Eso se ha visto claramente en los últimos años.
Inevitablemente, la iglesia blanda se convirtió aún en más blanda en lo que concernía al creciente problema de los laicos y políticos católicos que apoyaban claramente crímenes contra la humanidad tales como el aborto. ¿Cómo podían los obispos disciplinarlos cuando ellos mismos habían sido incapaces de hacerlo con su propio clero y el profesorado de las universidades católicas?
El doble estándar debería haber sido obvio. De esta manera tenemos hoy una dirección en la Iglesia que habla continuamente, pero que no hace virtualmente nada para proteger la fe de los pequeños, que siempre han sido objeto de amor especial por parte de Nuestro Señor, y de los grandes Papas de la historia. A menudo esta disciplina blanda se justifica en términos de caridad. Pero ¿qué hay de la caridad hacia los pequeños que son fácilmente - y gravemente - confundidos?
Los católicos de a pie saben bien que las palabras son vanas si no están respaldadas por los hechos. Saben que ninguna empresa de éxito podría funcionar en la manera en que la Iglesia Católica ejerce la disciplina. Si una persona con autoridad estuviera en desacuerdo con su misión o negara los principios que rigen la misma, pronto se vería al descubierto.
Cuando los obispos no logran imponer la disciplina sobre aquéllos que tienen grandes responsabilidades, sus palabras ya no son tomadas en serio por las personas corrientes. Quizás por eso muchos fieles católicos se han alineado con el mundo secular en materias como el aborto, el divorcio, el matrimonio homosexual, o cualquier otro asunto.
Sin embargo, la víctima final del fracaso de mantener la disciplina es la verdad. Si no estás dispuesto a defender la verdad, entonces la verdad en sí misma será objeto de opinión. Esto es, tristemente, con lo que hoy nos encontramos.
P. Mark A. Pilon
Traducido por Ana María Rodíguez López, del equipo de traductores de InfoCatólica
Publicado originalmente en The Catholic Thing