Lo que me ha fascinado siempre de la Iglesia es, parafraseando al «Cantar de los Cantares», su belleza. Es la amada, la novia, es la plenitud de Cristo, que atrae. Y atrae por su santidad. Es Santa, pues cobija en su seno a la Gracia de su fundador. Y aun así, la Iglesia hace y pide hacer penitencia, pues sus miembros –en esa paradoja divina– son, somos, pecadores, inmorales, infieles, timoratos. La santidad de la Iglesia, o su cuerpo místico –como creemos los cristianos– no elimina por completo que sus miembros sean pecadores. Es más, la necesitamos por esa misma razón. Ya los padres de la Iglesia, de San Agustín a San Ambrosio, hablaban de esta dimensión humana, la de la Iglesia prostituta.
Pero esa es solo una parte de la historia. No todos sus miembros y, a pesar de sus pecados y limitaciones, han sido indignos para no dejarlos proponer una forma de vida que, como cualquier otro ciudadano, considera verdadera. La Iglesia no es una abstracción en la que uno elige un período u otro de su historia y la acepta conforme a lo que le conviene. Es una comunidad encarnada, que vive hoy, con sus, insisto, limitaciones y grandezas. Cristo es, demás está decir, no un hecho histórico, sino una presencia.
Y si una república supone autogobierno de los ciudadanos y, además, entraña un Estado que no impone una religión oficial, dejando espacio libre a la comunidad civil a elegir las distintas ofertas, ideológicas o de origen religioso, entonces es lógico que muchos cristianos exijan como ciudadanos vivir y proponer una forma de vida. Así, creo yo, el verdadero Estado no confesional –no el totalitario– debe garantizar a sus ciudadanos el ejercicio de sus creencias. El hecho de que el Estado sea aconfesional no debe significar exclusión de propuestas de políticas públicas nacidas de una fe si estas están enmarcadas dentro de los límites del bien común. Es que, para los que no saben, también el hecho religioso posee racionalidad y no solo la ciencia. Una auténtica república liberal democrática debe admitir que también las religiones sean factores en la construcción de la vida social.
De ahí que la pregunta, en esta coyuntura, sería el cómo articular un programa de educación sexual con claras connotaciones ideológicas, como la teoría de género, desde el Estado, en la vida de ciudadanos y de padres de familia que en su mayoría no comparten esos principios. Y lo digo con todo respeto: la ideología de género propone una forma específica de entender la condición humana, la biología, familia, el matrimonio, la moral, la diversidad, la realidad misma, que está, en varias de sus tesis, en las antípodas de la moral cristiana. O de la moral de varias confesiones no cristianas, desde el paganismo de Aristóteles hasta el confucionismo. A menos que se niegue o tergiverse la realidad. No es neutra.
Lo mismo podría decirse de la moral cristiana que fundada en datos de la realidad natural se enriquece y llega a su plenitud con la revelación de Cristo. ¿Sería legítimo en un Estado aconfesional imponer esta visión cristiana en la sociedad, las escuelas? En un proyecto republicano y pluralista, más de un teórico del género contestaría que no. Convertiría al Estado en confesional. Impondría un dogma. Así, uno podría debatir sobre los méritos de una postura u otra –en sede filosófica–, pero la cuestión es cómo hacer para no imponer una postura particular a todos.
Yo creo que es aquí donde se requiere de sabiduría y, sobre todo, prudencia política y hacerse –insisto– esta pregunta vital: ¿cuál es el rol de un Estado aconfesional, por ejemplo, en la educación sexual? Para contestarla, no de manera emocional o insultante, se requiere de un diálogo inteligente: llegar a un acuerdo mínimo, si es posible. Dicho acuerdo debe incluir el respeto a las mayorías, pero también a las minorías. Y el respeto a derechos humanos básicos, lo que supone aclara aquello que llamamos derecho, lo de ser humano y la familia. Nada fácil como se ve. Pero solo así el autogobierno de grupos y asociaciones –esencia de una república– protagonizará la educación de sus miembros, educación pública, pero también privada. Es la libertad. Esta es la forma correcta, no ideal, sino posible, la de una sana laicidad estatal republicana: de independencia y respeto del poder público ante los grupos, confesiones religiosas o ideológicos.
Si esto no se logra, solo quedará la decisión de los que ejercen el poder, como ha ocurrido hasta ahora. El partido que «manda» impondrá al resto su propia versión educativa, con los consecuentes conflictos. Y solo triunfará a la larga esa versión del laicismo aconfesional que, de ser un elemento de neutralidad que abre espacios de libertad a todos, se ha transformado en una ideología que no quiere conceder espacio público a la visión cristiana. Pero nada de esto se podría lograr con la falta de civismo, de razones y cómo, en expresiones groseras, vulgares e insinuantes, los actores se descalifican mutuamente.
En una democracia, el otro, el adversario, también es un bien. La lógica amigo-enemigo no es democrática, es totalitaria. Muchas veces, cuando se nos acusa a los cristianos de ser fundamentalistas y de vivir una doble moral, solo atino a referir a esa eclesiología dulcemente rioplatense del papa Francisco: la Iglesia (y sus miembros) es un hospital de campaña. Y como todo hospital tiene enfermos (pecadores), pero está en campaña, en movimiento y estos heridos son los que proponen la moral de siempre a pesar de sus limitaciones.
Mario Ramos-Reyes
Publicado originalmente en La Nación