El poder propicia una viciosa relación con los ciudadanos, en orden a que ellos mismos consientan en renunciar a sus posibilidades. Se crea así una dictadura bajo apariencias e instituciones democráticas. Tocqueville se refirió en La democracia en América al despotismo blando, le doux despotisme: «Pienso que la especie de opresión que amenaza a los pueblos democráticos no se parecerá a nada de lo que ha precedido en el mundo (…). Si quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos podría producirse el despotismo en el mundo, veo una multitud innumerable de hombres semejantes e iguales que giran sin descanso sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que llenan su alma (…). Por encima de ellos se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga por sí solo de asegurar sus goces y de vigilar su suerte. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y benigno. Se parecería al poder paterno si, como él, tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril, pero, al contrario, no intenta más que fijarlos irrevocablemente en la infancia. Quiere que los ciudadanos gocen con tal de que sólo piensen en gozar. Trabaja con gusto para su felicidad, pero quiere ser su único agente y sólo árbitro; se ocupa de su seguridad, prevé y asegura sus necesidades, facilita sus placeres, dirige sus principales asuntos, gobierna su industria, regula sus sucesiones, divide sus herencias, ¿no puede quitarles por entero la dificultad de pensar y la pena de vivir?».
El efecto del reglamentarismo no es el de destruir las voluntades, sino el de ablandarlas, doblegarlas y dirigirlas. Tal despotismo, presente asimismo en la obra de Bertrand de Jouvenel, acecha a cualquier democracia. Consiste en anestesiar a la opinión pública, crear un imaginario colectivo, dirigir amenazas y demandas judiciales desde el establishment. A falta de tensión espiritual, de compromiso con la libertad y sin una vida virtuosa, ¿cómo puede ir bien lo público? La fachada democrática puede subsistir, pero es ineficaz de cara a promocionar la justicia.
La soteriología del Estado ha intentado unificar a la humanidad incorporándola a un cuerpo de tipo más bien grotesco. El debate supuestamente libre de la plaza pública está desproporcionadamente influenciado por el Estado. Esta semana ha sido noticia el autobús de «Hazte Oír» porque los manipuladores de los medios de comunicación buscan sus fuentes en portavoces gubernamentales o en expertos ligados al aparato estatal que desacrediten aquello que molesta al poder. Hasta el mismísimo Carlos Osoro, cardenal y arzobispo de Madrid, en muchas ocasiones decepcionante, ha reprochado a los medios de comunicación su inusitada cobertura con el autobús de la discordia: «¿qué nos pasa para no saber lo que nos pasa?», fueron sus meditadas palabras. Es decir, ¿puede ocupar el locus primero de los telediarios de toda la semana un mensaje políticamente incorrecto? Naturalmente, pero sólo sucederá en un Estado empeñado en crear invisibilidad sobre todo aquello que recusa ser salvado por él.
El Estado moderno se ha definido a sí mismo mediante la usurpación del poder de los cuerpos comunitarios más pequeños. La creencia de que el Estado es una consecuencia natural de la familia y la comunidad se ha vuelto cada vez más falsa. Como señala Robert Nisbet, el Estado moderno surgió de la oposición a los grupos basados en el parentesco y a otros agrupamientos sociales locales. La historia del Estado occidental se ha caracterizado por la absorción gradual de unos poderes y responsabilidades que anteriormente residían en otras asociaciones, y por una relación cada vez más directa entre la autoridad soberana del Estado y el ciudadano individual.
¿Existe realmente un «espacio libre» fuera del Estado, un foro público que no sea tutelado por él? La regulación gubernamental alcanza a todas las facetas de la sociedad y a todas las actividades, sean del tipo que sean. El gobierno se ve cada vez más como un proveedor burocrático de bienes y servicios, cuya tarea principal es servir a sus clientes, confundiéndose entre sí los espacios en el Estado, en las empresas y en la sociedad civil. Los dioses de hoy no respetan las nítidas divisiones entre el Estado, la sociedad civil y la economía.
Hay una antropología que puede ser aceptada en un orden supuestamente democrático, pero que no es asimilable en una antropología cristiana, en la que los fines de la persona no se eligen sino que vienen dados por Dios. Si las «identidades públicas» de los niños cristianos están siendo educadas para ser ciudadanos del Estado, con una autodisciplina que evita el lenguaje de la naturaleza y el lenguaje público cristiano incluso dentro de las propias escuelas, ¿quién se atreve a sostener ya que existe un «espacio libre y público», una democracia comunicativa y deliberativa, una «esfera pública polifónica», en expresión de Habermas? Si el precio a pagar para ser admitidos en la sociedad civil es el sometimiento de las pretensiones de la verdad oficial a los niños, que se les educa conforme a la vara de medir de una razón pública ideologizada, asistiendo así al empobrecimiento del tejido social buscando la uniformidad dependiente del poder, ¿quién podrá manifestar que no estamos ya bajo el yugo del mito de un Estado policial que se presenta como salvador?
No se pueden silenciar las posiciones o afirmaciones impopulares y supuestamente minoritarias, sometiéndolas a alguna media verdad. No pueden ser amordazadas las propuestas encaminadas a cambiar los términos del discurso político, o de una política públicamente digerible, mostrando a sus agentes ante la opinión pública como casposos, ultras y disgregadores ante una plácida y benévola mayoría. El pragmatismo político puede propiciar una pobre capacidad de escucha y una intolerancia impaciente para los que hablan desde ángulos diferentes.
Los Estados ofrecen defendernos de las amenazas que ellos mismos crean, reprimiendo el ejercicio de la libertad de expresión con leyes ideológicas y totalitarias, recurriendo a fiscales, capaces de negar cualquier cultura que no quede absorbida por la cultura política y policial del Estado. Incluso se llega a imponer el lenguaje de la ciudadanía si no quieres permanecer en el ghetto.
Michel Foucault ha mostrado cómo en la práctica lo que Hegel consideró un ideal (el poder fluyendo del Estado a la sociedad civil) se ha convertido en una funesta realidad: las instituciones de la sociedad civil tienen una función educativa o disciplinaria que sólo consistirá en realizar el proyecto estatal.
Roberto Esteban Duque, sacerdote