El veinticinco de Febrero ha hecho cincuenta y cuatro años que me ordené de sacerdote. Me parece por tanto un buen momento para reflexionar sobre mi vida y, en consecuencia, sobre mi sacerdocio.
Lo primero que creo que tengo que decir es que estoy encantado de ser sacerdote. No quiero discutir sobre si es una vocación, que lo es, o una profesión. Lo que sí puedo decir es que cuando ejerzo de sacerdote lo hago encantado y me gusta. Incluso pienso que hoy me costaría mucho menos volver a serlo que cuando tomé esa decisión. Ha dado sentido a mi vida y aunque, evidentemente, he tenido momentos mejores y peores, nunca me he cuestionado seriamente dejar el sacerdocio.
Por supuesto creo que, ante todo, el sacerdote debe ser una persona de oración. Me impactó mucho que una vez, hablando con un amigo, le dije: “Supongo, que si dejase de rezar, en seis meses dejaría de sea sacerdote”. Me contestó: “¡Qué optimista eres!”, dando por supuesto que necesitaría bastante menos tiempo. Me contó un compañero que un sacerdote le comentó: “No hago oración, porque a los que hacen oración, no se les nota”. Mi compañero me dijo que se quedó con las ganas, tal vez no debiera haberlo hecho, de contestarle: “Pues a los que no hacen oración, sí se les nota”.
Muchas veces me han preguntado sobre el celibato y el sacerdocio. Soy un firme partidario del celibato y creo que el problema gravísimo de las vocaciones no se arregla dejando casarse a los curas, como nos muestra el ejemplo de las Iglesias anglicana y protestantes, que aunque no tienen el celibato, tienen también un muy grave problema de falta de vocaciones. En cuanto a su posibilidad práctica, pienso que el conseguir o no vivir el celibato, depende de la vida de oración. La experiencia de tantas y tantas personas me atestigua que la persona puede conseguir su madurez y realización personal sin activación genital de su sexualidad.
Además el sacerdote debe saber sacrificarse y tener el convencimiento de que vale la pena entregarse plenamente al servicio del Reino de Dios. Para ello debe buscar amar sinceramente, y de modo especial a los que nadie ama. El sacerdote, como cualquier creyente, pero mucho más, debe buscar qué es lo que Dios espera de él, pues lo que Dios quiere de nosotros es que nos desarrollemos y realicemos plenamente como personas y para ello el mejor camino es el del amor y la entrega generosa.
Al sacerdote hay que pedirle además que sea una persona profundamente alegre y con sentido del humor, y no sólo porque nos lo manda San Pablo: “Estad siempre alegres” (1 Tes 5,16). Esa alegría se basa en nuestro convencimiento que la vida tiene sentido, que debemos pasar por este mundo haciendo el bien y amando a Dios, al prójimo y a nosotros mismos, y que nos espera después de esta vida otra en la que seremos inmensamente felices y que no podemos ni imaginarnos, pues “ni el ojo vio ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que le aman" (1 Co 2, 9).
Está claro también que el sacerdocio tiene una relación muy especial con los sacramentos, esos lugares privilegiados de encuentro entre Dios y los hombres, y muy especialmente con los de la Eucaristía y la Penitencia. Me encanta que mi sacerdocio sea una participación muy especial del sacerdocio de Cristo, que cuando pronuncio las palabras de la Consagración Cristo se haya servido de mí para que el pan y el vino se transformen en su Cuerpo y Sangre, que yo sea el instrumento para que los demás y yo mismo recibamos a Jesús y nos unamos profundamente con Él.
Otro sacramento que me dice mucho es el de la Penitencia. Aunque confieso habitualmente en Logroño, espero con auténtica ilusión mis diecisiete días que estoy confesando en Medjugorge, donde no das abasto y en un solo día confieso bastante más gente que en una semana en mi tierra. Es cierto que hay a nivel general una seria crisis en este sacramento, pero me parece indiscutible que las confesiones han ganado en calidad, y cuántas veces pienso: “sólo por haber confesado a esta persona, y haberle podido ayudar, ha valido la pena haber estado aquí”. Aparte del valor humano de los consejos que puedas dar, perdonamos en nombre de Dios los pecados y somos los transmisores de su gracia, cosa que ningún psicólogo o psiquiatra puede hacer. Es cierto que algunas veces no he estado a la altura, pero en general pienso que el bien que se hace allí en el confesionario es sencillamente inmenso.
Indudablemente la administración de los sacramentos no agota las tareas del sacerdote. Pero de esas otras tareas hablaré otros días.
P. Pedro Trevijano, sacerdote