He pasado los últimos meses realizando un estudio que me ha llevado a comparar las posturas de teólogos de varias épocas sobre un mismo tema. La doctrina que he considerado básica y mejor expuesta es, por supuesto, la del Doctor Angélico, que resuelve la cuestión de manera clara, basándose en unos principios fuertes y extrayendo las conclusiones más precisas. Se ha comparado su obra cumbre, la Suma de Teología, con una catedral gótica, sólida, bella y luminosa. Y esto es porque Santo Tomás busca la verdad confiando en la fe y en la razón, sin tratar de probar conclusiones preestablecidas, más allá de las certezas que da la luz divina revelada.
Cuando, sin embargo, se leen las obras de los teólogos a partir de esa fractura irreparable para la razón que fue el nominalismo, se nota que la luz ya no fluye con tanta limpieza. Y no porque autores de tendencia nominalista no pudieran también tener una vida personal de santidad, sino porque aquí el amor a la verdad ya no estaba por encima de todo, sino que se ponían por delante las escuelas teológicas, los intereses personales y prejuicios que lastraban el discurso teológico.
Así, uno de los argumentos más utilizados, sobre todo en las cuestiones difíciles, será un principio lógico que es totalmente razonable en sí mismo: «ab esse ad posse valet consequentia», es decir, del ser se concluye que algo puede ser. El principio se puede usar para resolver cuestiones partiendo de una base sólida que impida perderse en la especulación. Por ejemplo, hace siglos uno podría preguntarse si el hombre es capaz de construir una máquina voladora que lo pueda transportar de un sitio a otro; hoy esa pregunta es simplemente ridícula, porque del hecho de que existen los aviones se deduce, sin más, que tal cosa es posible. Sin embargo, este principio resulta abusivo cuando toda solución de una cuestión se reduce a hallar una excepción que permita llegar a la conclusión que de antemano se busca.
En el tema concreto de mi investigación actual, que tiene que ver con la necesidad de la fe para la salvación, cuando los autores escolásticos posteriores a Santo Tomás se enfrentan a esta pregunta, buscan muchas veces un caso concreto en el que, como por una rendija, puedan afirmar que un adulto se ha salvado sin la fe. Una vez establecido –eso creen ellos a veces– que eso es así, se debería extraer la conclusión evidente de que es posible salvarse sin la fe. Uno podría preguntarse de qué sirve hacer un malabarismo teológico extraño para demostrar un caso rarísimo, si ese caso tiene poca aplicación práctica ni resuelve ninguna situación general. La respuesta es que cuando el hombre se ha convencido de que algo es posible, aunque sea en un caso muy concreto y raro, es difícil que esa posibilidad no se generalice poco a poco hasta convertirse casi en una regla.
Sin ser un experto en la materia, me parece que ésta es una de las características de lo que se ha venido a llamar «escolástica decadente». Es un término que se suele emplear de manera enormemente imprecisa para designar casi cualquier tendencia teológica un poco demodé, a pesar de que el que lo usa generalmente no ha leído nada de esa escolástica. En realidad, esa tendencia que he descrito antes, me parece un mal propio del academicismo teológico que afectó a muchos autores de diversas tendencias, y algunos de ellos de gran brillantez (en el caso que estudio, fue víctima de ello el gran Francisco de Vitoria).
Leyendo algunas de las cosas que se dicen últimamente sobre la grave cuestión de la comunión de los adúlteros impenitentes (sí, de eso va el tema una vez más), no he podido dejar de notar un cierto regusto de «escolasticismo decadente» en la mayoría de los autores que tratan de justificar una lectura de la Amoris Laetitia en la que se pudiera señalar esa rendija que permitiera lo que, a todas luces, es imposible. Se empeñan, muchos de ellos, en razonar no desde los principios generales para avanzar, con la firmeza que exige el método teológico, hacia las sutilezas y los casos particulares, sino que concatenan una serie de «y si», tratando de encontrar el caso más raro que salve la validez de la interpretación «malteso-bonaerense», aparentemente sancionada por la máxima autoridad en la Iglesia.
La última vuelta de tuerca la he leído hoy, en un artículo escrito por José Antonio Ullate y publicado por Alfa y Omega en su número del 26 de enero de 2017. Lleva por título «Amoris laetitia y el canon noveno del Concilio de Elvira». El argumento principal que sostiene Ullate es que en dicho canon se autorizaría la comunión sacramental en caso de «necessitas infirmitatis» de una mujer que, habiendo dejado a su marido adúltero, se hubiera unido con otro. Pongo «necessitas infirmitatis» («necesidad de enfermedad», literalmente) sin traducirporque ahí está el meollo del asunto, en precisar qué significan. El sentido común llevaría a suponer que esa necesidad de la que habla sería en el caso de una enfermedad. Es decir, la práctica habitual en la Iglesia de facilitar todo lo posible la recepción de los auxilios necesarios para la salvación en caso de peligro de muerte, lo cual no implica descartar el arrepentimiento y propósito de la enmienda necesarios para la remisión de los pecados. Sin embargo, la interpretación de Ullate es que en este caso «infirmitas» estaría tomado en el sentido de la palabra que se puede traducir como «endeblez, debilidad o, literalmente, falta de firmeza». En ese caso, concluye Ullate, el concilio de Elvira, que data del siglo IV y que no ha tenido reproche alguno a este respecto en la historia de la Iglesia, estaría presentando una excepción semejante a la que alude Amoris laetitia en la ya celebérrima nota 351. Cierra la exposición recordando el principio lógico que hemos señalado al inicio, que él cita como «si algo ha sido, su misma existencia es prueba de que es posible».
He de reconocer que el argumento es contundente, siempre dentro de esta lógica de la «escolástica decadente» de buscar la rendija sobre la que poner la palanca para hacer saltar la doctrina de la Iglesia, pero, como suele pasar con aquellos viejos autores nominalistas, es fácil descubrir los puntos flacos de la argumentación. He aquí el de la de Ullate. Como hemos dicho, la base del asunto es precisar qué quiere decir el concilio con esa «infirmitas». Ullate afirma que cuando en otros cánones se alude al peligro de muerte, las expresiones suelen hablar de «el fin», algo que no se da en este canon 9. Sin embargo, no tenía más que mirar en los cinco cánones de este concilio que recoge el Denzinger (como llamamos los teólogos a la recopilación de textos magisteriales hecha por dicho autor), cómo uno de ellos emplea exactamente la misma palabra y en qué sentido lo hace. El canon 38 dice así:
Can. 38. En caso de navegación a un lugar lejano o si no hubiere cerca una Iglesia, el fiel que conserva íntegro el bautismo y no es bígamo, puede bautizar a un catecúmeno en necesidad de enfermedad (necessitate infirmitatis), de modo que, si sobreviviera, lo conduzca al obispo, a fin de que por la imposición de sus manos pueda ser perfeccionado.
Como se puede ver, la expresión es exactamente la misma que la usada en el canon 9, pero aquí resulta mucho más claro su sentido, que no tiene nada que ver con la debilidad moral con la que se quiere justificar la comunión de un adúltero que no se arrepiente. Además, el canon 9 dice: «forte necessitas infirmitatis dare compulerit», es decir «quizá la necesidad de enfermedad forzare a dársela». Ullate indica que el uso de «compulerit» señalaría una cierta obligación, pero habría que añadir que «forte» («quizá») da bastante inseguridad al caso extremo al que se refiere.
El principio lógico «ab esse ad posse valet consequentia» tiene un correlato, que sería «a posse ad esse non valet consequentia», es decir, de que algo pueda ser no se concluye que sea. Si se aplica este principio a la argumentación de Ullate, habría que decir que, del hecho de que pudiera ser que la interpretación del canon 9 fuera la que él propone, y yo lo dudo muchísimo, no se sigue que de hecho esa sea la interpretación, como él parece concluir. Más bien estaríamos ante un testimonio que prueba lo contrario: que la Iglesia ha tenido siempre claro que el adulterio y la falta de arrepentimiento impiden acercarse a la comunión sacramental y que tal vez por enfermedad (añado yo, por experiencia pastoral, cuando ya no parece que haya voluntad, precisamente por la misma enfermedad, de que se vayan a dar entre los adúlteros los actos propios de los esposos), supuesto el arrepentimiento y el propósito de la enmienda, y si hubiera graves razones para ello, podría plantearse la posibilidad de prosigan su convivencia y puedan comulgar.
Entiendo que en el debate teológico se pueden proponer hipótesis, incluso corriendo el riesgo de errar o de necesitar una mayor precisión en las explicaciones, pero me parece que ahondar en este tipo de reflexiones, que tratan de buscar la excepción que permita cuestionar la doctrina milenaria de la Iglesia, no nos puede llevar a nada bueno. El mejor antídoto para esta decadencia e impulso para alcanzar la claridad que es precisa para poder iluminar las almas es, como ha recomendado la Iglesia hasta la saciedad, acudir a Santo Tomás y dejar que nos enseñe a recibir la luz divina que, llegando a nosotros a través de las jerarquías angélicas y eclesiales mediante el don de la fe, nos muestre «cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,2); y a no dejarnos «arrastrar por doctrinas complicadas y extrañas» (Heb 13,9).
Aclaración
Releyendo el artículo, los cánones de Elvira y gracias a algunas críticas de un amigo, he pensado que se deben precisar algo más algunos puntos de la argumentación.
Ullate, en su artículo, rebate la interpretación de la palabras «necessitas infirmitatis» en el sentido de in articulo mortis, en peligro de muerte. Es cierto que los cánones de Elvira, muy rigurosos en general, decretan que en algunos casos de pecados graves la comunión no se dé la comunión «nec in finem», es decir, ni al final, en el momento de la muerte. En los casos en los que se autoriza a dar la comunión únicamente «in finem», se añade a veces que sólo si se ha hecho penitencia. Hay que recordar que la penitencia en aquel momento histórico se trataba de una penitencia pública que podía durar bastante tiempo. En otros cánones se indica que si uno, tras la penitencia debida a un pecado grave, ha vuelto a pecar, no reciba la comunión ni en el momento de la muerte.
Se pueden ver claramente las funestas consecuencias de una argumentación historicista, que pretenda aplicar al momento actual las disposiciones del concilio de Elvira. Pero Ullate lo que parece decir es que, a pesar del rigorismo del concilio, se abre una puerta a la comunión, en un caso particular, a una adúltera que persiste en el adulterio y que se encuentra en una debilidad, porque dice que ahí «infirmitas» se debería tomar en ese sentido más amplio, dado que no utiliza la expresión «in finem». Esa «infirmitas» supondría, en expresión de Ullate, una «excepción» a la norma general. Dice que: «la Iglesia entendió que había circunstancias en las que, a pesar de darse una situación objetiva de pecado, en atención a la infirmitas de la fiel, resultaba no ya lícito sino obligatorio (compulo) administrarle la comunión».
De entrada, tenemos que decir, que si se entiende en este contexto que la debilidad (física o moral) constituiría una excepción a un pecado objetivo (no dice esto literalmente Ullate, pero podría entenderse), tal doctrina debería ser rechazada de acuerdo con el Magisterio firme (Veritatis Splendor), que decreta que existen actos intrínsecamente malos que no pueden variar en su bondad o maldad moral por las circunstancias. El adulterio es uno de esos actos. Lo que yo digo es que directamente esa no es la interpretación correcta del canon, y que incluso si pudiera establecerse como posible, no podría probarse como auténtica.
Propongo mi interpretación, para la que es útil, a los que conozcan algo el latín, consultar los textos de los cánones del concilio. La expresión «necessitas infirmitatis» aparece en cuatro cánones (8, 38 61 y 69). En el 38, citado en el cuerpo del artículo, se vincula con la idea de morir, indicando que si el que está en esa necesidad sobrevive, deberá cumplir otro mandato. En los demás no se hace aclaración alguna. Cuando se usa la expresión «in finem», que se hace de forma mucho más numerosa, se hace en dos sentidos: para indicar que se dé la comunión in articulo mortis o que no se dé. Cuando se dice que sí se dé, se trata de casos en los que ha habido un pecado puntual por el que se ha hecho la debida penitencia. Cuando se dice que no, no se señala la indicación de penitencia, dado que no serviría para nada, porque no se va a permitir volver a comulgar. En todos los casos se presupone el arrepentimiento y la no persistencia en el pecado cometido. De hecho, cuando en algunos casos se permite la comunión in articulo mortis después de la penitencia, se señala que, de volver a pecar otra vez tras la misma, se niegue la comunión incluso «in finem».
El c. 9 presenta el caso de una mujer bautizada que se ha separado de su marido, también bautizado, porque éste es adúltero, lo que supone que la ha abandonado sin culpa de ella. Se indica que se le prohíba unirse a otro varón y si lo hace, que no reciba la comunión hasta que muera el esposo (el verdadero, esto es, el primero). Hasta aquí es clara la unidad de la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio, que no se pone en cuestión ni por el adulterio del esposo. En el c. 8 se ha señalado que si la mujer que se une a otro ha abandonado al esposo sin causa alguna, no reciba la comunión en ningún caso, se entiende que aunque muera el esposo. Por lo tanto, en lo que se muestra permisivo el concilio, es en el hecho de que la mujer abandonada se una con otro, dándole la posibilidad de que, si muere el esposo, pueda comulgar, porque estaría libre del primer matrimonio y se le permitiría volverse a casar. Es permisivo porque si no fuera el caso de abandono, no podría volver a comulgar de ninguna manera.
Pero ambos cánones dependen del c. 7, que se refiere al adulterio en general. En éste se estipula que si uno ha cometido adulterio después de haber hecho penitencia por un adulterio anterior, no reciba la comunión «nec in finem». Los dos cánones siguientes comienzan con «item», lo que indica que están tratando del mismo tema del adulterio. Pero en el c. 7 se sobreentiende que el adúltero tiene que hacer penitencia para volver a comulgar. Por ello, en el c. 9 se debe sobreentender también, con la diferencia de que la mujer que vive con uno que no es su esposo, y no quiere separarse (que es lo primero que dice el canon), no puede hacer penitencia, porque resulta evidente que o no tiene intención de dejar de pecar, o al menos sería una situación muy imprudente ante la posibilidad de volver a pecar y no poder volver a ser admitida a la penitencia. Por eso el concilio dice que, dado que no quiere separarse del varón con el que vive en adulterio, se espere a que muera el esposo (el primero, el auténtico), para después poder hacer la penitencia estando ya casada legítimamente con el actual y después poder comulgar.
Entonces es cuando viene el añadido final: «nisi forte necessitas infirmitatis dare compulerit». Dentro del contexto que he explicado, el único modo de entender la «necessitas infirmitatis» aquí es que esa mujer que, en principio no quiere dejar de adulterar, y prefiere esperar a la muerte de su esposo, al caer en una enfermedad grave pide la comunión. Es evidente que estando en esa situación de enfermedad no puede realizar la penitencia debida (para muchos pecados en el concilio se estipulan entre cinco y diez años de penitencia) y, estando arrepentida, morirá sin poder recibir la Eucaristía. Por otro lado, su estado de enfermedad le impide abandonar la casa en la que vive. Además, si lo hiciera, tampoco podría cumplir la penitencia que le permitiría volver a comulgar. Creo que, por el contexto de los cánones, el sentido común y la doctrina católica, se debe entender que se trata de una mujer que, arrepintiéndose de sus pecados, tiene la firme intención de no volver a pecar, y lo que hace el concilio es dispensarle la penitencia en función de su enfermedad. Es decir, no es una excepción al pecado, sino una medida de gracia para que pueda, in articulo mortis, recibir la comunión sin necesidad de hacer la penitencia. El hecho de que se utilice la expresión «compulerit» no indica, a mi juicio, que sea una obligación del ministro darle la comunión, sino que lo que fuerza a dársela es la enfermedad, que hará imposible que esta mujer, arrepentida y con el propósito de no volver a pecar, pueda satisfacer las obras de penitencia necesarias para alcanzar la reconciliación por vía ordinaria.
Es, sin duda, una medida de misericordia, de un concilio tan rigorista como lo es el de Elvira, pero dentro del respeto por la objetividad de la moral y de la disciplina de los sacramentos. Es un caso mucho más parecido al de la Familiaris Consortio, en la que, por el bien de los hijos, se permite comulgar a los que, conviviendo sin estar casados, se abstienen de los actos propios de los esposos.
A mí me resulta muy fácil de entender esto por la experiencia pastoral. Estando en Perú me encontré con bastantes casos de personas que convivían sin estar casados por estar uno de ellos casado previamente. En algunas ocasiones uno caía en una enfermedad muy grave, de la que se veía claro que el desenlace sería la muerte. A veces del mismo hecho de la enfermedad se entendía con claridad que no había voluntad de tener los actos propios de los esposos, y la persona mostraba un arrepentimiento sincero. La misma enfermedad impedía que la persona abandonara su casa, que compartía con la persona con la que había vivido en adulterio, la cual generalmente era la que se encargaba de cuidarlo. En esos casos resultaba claro que se daban todas las condiciones para concederle a esta persona los sacramentos (confesión, unción y comunión), y no porque su enfermedad constituyera una excepción al caso general.
No era mi intención, en el primer artículo, refutar el argumento de Ullate, sino mostrar cómo los argumentos que tratan de apoyar la interpretación de la Amoris Laetitia que rompe con la doctrina de la Iglesia se basan en el juego de buscar la excepción, para desde ahí tratar de plantear la existencia de una norma general. Es, como he dicho, un procedimiento teológico muy pobre. Por eso, posiblemente, he hecho una argumentación muy superficial contra la de Ullate. Ésta me parece inaceptable por dos razones:
- Porque no se puede plantear que un canon de un concilio territorial del s. IV pueda poner en cuestión la doctrina de la Iglesia sobre los absolutos morales y la necesidad de estar en gracia para recibir la Comunión Eucarística. Y más teniendo en cuenta que la Declaración del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos Sobre la admisibilidad a la sagrada comunión de los divorciados que se han vuelto a casar, dice textualmente del canon que prohíbe dar la comunión a los que viven en pecado grave público que: «la prohibición establecida en ese canon, por su propia naturaleza, deriva de la ley divina y trasciende el ámbito de las leyes eclesiásticas positivas: éstas no pueden introducir cambios legislativos que se opongan a la doctrina de la Iglesia».
- Porque no prueba suficientemente que su interpretación del canon sea la correcta, cuando se puede hacer una interpretación desde los mismos textos que sí es acorde con la enseñanza continua de la Iglesia.
Todo esto dicho, espero que haya sido resuelta la cuestión con suficiente precisión. Sin embargo, estoy abierto a cualquier crítica sobre lo que he tratado de plantear.
Francisco José Delgado Martín, presbítero.