Hace algunos días, debido a que estábamos comentando los problemas que se derivan de la falta de claridad de la Amoris Laetitia y las interpretaciones que se están haciendo de ella, un compañero me preguntaba sobre mi comunión con el Romano Pontífice. Mi respuesta, sin pensarlo mucho fue, poco más o menos: «en esto no estoy en comunión con el Romano Pontífice, ni creo que tenga que estarlo». Evidentemente, la apreciación de mi compañero era en tono de crítica fraternal, y como me tomo las críticas muy en serio, he estado reflexionando estos días sobre ello.
A los que expresamos posiciones críticas con todo lo que está pasando últimamente en la Iglesia nos suelen recordar que debemos ser obedientes al Romano Pontífice, y los que lo hacen tienen razón. Pero, ¿en qué sentido hay que ser obediente? ¿es ciega la obediencia? ¿se debe obedecer contra el propio criterio? Siempre he sido defensor de la «obediencia ciega» en sentido ignaciano, por lo que he decidido repasar un poco lo que dice San Ignacio sobre esta obediencia, completando su reflexión con algunas cosillas de Santo Tomás, que me parece que están en consonancia.
Pero, antes de empezar, ¿se debe obediencia al Romano Pontífice? La respuesta evidente es que sí. De manera especialmente enérgica lo enseña Santa Catalina de Siena:
«Yo os digo que Dios lo quiere y así lo tiene mandado: que aunque los Pastores y el Cristo en la tierra fuesen demonios encarnados y no un padre bueno y benigno, nos conviene ser súbditos y obedientes a él, no por sí mismos, sino por obediencia a Dios, como Vicario de Cristo» (Sta. Catalina de Siena – Carta 407, I, 436).
Bonifacio VIII lo afirmaba como necesario a para la salvación:
«Así pues, declaramos, afirmamos, determinamos y proclamamos que es necesario a toda creatura para su salvación sujetarse a la autoridad del pontífice romano» (Bula Unam Sanctam).
Y de manera más reciente, el Concilio Vaticano II lo ha recordado así, refiriéndose a los laicos, pero de manera que vale para todos:
«Los laicos, como los demás fieles, siguiendo el ejemplo de Cristo, que con su obediencia hasta la muerte abrió a todos los hombres el dichoso camino de la libertad de los hijos de Dios, acepten con prontitud de obediencia cristiana aquello que los Pastores sagrados, en cuanto representantes de Cristo, establecen en la Iglesia en su calidad de maestros y gobernantes» (Lumen Gentium, 37).
Es evidente que si esta obediencia se debe a los Pastores en general, mucho más al Romano Pontífice, en comunión con el cual actúan los Pastores como maestros y gobernantes.
Algunos, ante esta obligación de la obediencia replican que la obediencia no debe ser ciega. No estoy de acuerdo. Es cierto que el nombre «obediencia ciega» no es el más afortunado para definir la que yo llamaría «obediencia perfecta», pero en esencia la obediencia puede perfectamente ser ciega, si esto se entiende correctamente. Para explicar esto echaremos mano de la famosa Carta de la obediencia, de San Ignacio de Loyola, que es una carta escrita en 1553 a los Padres de la Compañía de Portugal que, al parecer, tenían problemas para vivir esta virtud fundamental en la vida religiosa. No voy a comentar la carta completa, que conviene leer enteramente, sino resumir un poco su doctrina y aplicarla al caso que nos ocupa.
Doctrina de San Ignacio sobre la obediencia
Explica San Ignacio que existen tres grados de obediencia:
- Obediencia de simple ejecución. Consiste en hacer lo mandado. No se puede decir que sea verdadera obediencia.
- Obediencia de voluntad. Consiste en que haya, además de ejecución de lo mandado, «conformidad en el afecto con un mismo querer y no querer» con el superior. Es importante señalar que se debe hacer lo mandado, porque no faltan los que se olvidan de esa parte.
- Suspensión del juicio u «obediencia ciega». San Ignacio indica que no basta entregar la voluntad, sino que hay que llegar al punto en el que se suspenda el juicio sobre la materia en que se obedece. San Ignacio lo expresa así: «Pero quien pretende hacer entera y perfecta oblación de sí mismo, ultra de la voluntad es menester que ofrezca el entendimiento (que es otro grado y supremo de obediencia), no solamente teniendo un querer, pero teniendo un sentir mismo con su Superior, sujetando el propio juicio al suyo, en cuanto la devota voluntad puede inclinar el entendimiento». Se trata, por tanto, de ofrecer no sólo la voluntad sino también el entendimiento, de tal manera que, aunque uno juzgue intelectualmente de forma distinta al superior sobre la cosa mandada, se acepte intelectualmente el juicio del superior por la moción de la voluntad. Se basa esta obediencia en la fe en la Providencia divina, que dispone un superior concreto con un juicio concreto. Es decir, no se pretende que el superior tenga razón, sino que en cuanto que Dios permite que sea superior, incluso cuando se equivoca está mandando lo que Dios quiere que mande.
San Ignacio presenta este tipo de obediencia como la perfección de la obediencia sobre el segundo grado, que es ya obediencia verdadera. Es decir, quizá no se pueda decir que este tercer tipo de obediencia sea exigible, pero desde luego no se puede decir que esté mal obedecer ciegamente. Es más, San Ignacio presentará la conveniencia de este tercer grado de obediencia, diciendo que «si no hay obediencia de juicio, es imposible que la obediencia de voluntad y ejecución sea cual conviene».
No es necesario extendernos en este punto, pues se ve claramente lo violento que es someter la voluntad propia a la voluntad del superior teniendo el juicio propio en contra. A la larga, explica San Ignacio, esto hará que, si se sigue manteniendo la obediencia de ejecución, aparezcan las quejas, las murmuraciones, etc. En el último párrafo de la carta vienen señaladas dos precisiones importantes que complementan la doctrina anterior:
- Este tercer tipo de obediencia debe ser buscado, «donde pecado no se viese manifiestamente».
- Si el súbdito ve claramente algo diferente a como lo ve el Superior, puede manifestárselo, estando en indiferencia sobre ello antes y después de hacerlo. Algunos, esto no lo dice San Ignacio, señalan que esta «representación» sería casi una obligación para el súbdito, que no obraría con recta intención si, a sabiendas, permite al superior equivocarse.
Algunas precisiones desde Santo Tomás
Es evidente que la presentación que hace San Ignacio del tema no es exhaustiva, sino que son precisiones sobre una doctrina común sobre la obediencia tal como es entendida en su época. Además, está hablando en concreto de la obediencia en la vida religiosa, que, por la fuerza del voto, adquiere una dimensión particular, no extensible en algunos aspectos al resto de fieles. Me parece interesante, sin embargo, la referencia a la inteligencia, aunque sea, para disgusto de muchos, para decir que ha de ser suspendida. Si San Ignacio hubiera estado poseído del espíritu nominalista de la época, esta precisión hubiera sido innecesaria, pues el nominalismo no tiene tan claro como el tomismo que la voluntad ha de seguir a la razón.
Lo que hace San Ignacio es apelar a la visión sobrenatural. Nosotros no podemos conocer de manera absoluta la razón por la que Dios hace las cosas, por lo que en aquello sometido a la obediencia nuestra inteligencia queda en cierta indiferencia frente a las diversas opciones respecto a lo que hacer. Es ahí donde hay un espacio para que la voluntad pueda mover a la inteligencia (un movimiento similar a aquel en que consiste el acto de fe) a aceptar como válido el juicio del superior, dado que Dios providencialmente ha permitido que ese juicio se nos presente a través de la obediencia.
Ahora bien, es imposible que la voluntad mueva al entendimiento si éste no se encuentra en cierta «libertad» respecto a su objeto. Santo Tomás precisa esto respecto de la fe, enseñando cómo no se puede tener fe de aquello que es evidente, puesto que en la fe es necesario que la voluntad mueva al entendimiento a asentir con certeza y sin temor a una verdad que no mueve suficientemente al objeto (cf. STh II-II, q. 1, a. 4, co.). En el caso de la fe, esto es así porque la verdad de fe es superior a la razón; en el caso de la obediencia sucedería así porque en la materia sobre la que se obedece uno no puede saber con evidencia cuál es la voluntad de Dios.
Ayudados de esto, por tanto, presentamos dos salvedades para el principio de la obediencia ciega de San Ignacio:
1ª) La primera salvedad, contemplada por él en la carta, sería que es imposible obedecer cuando lo mandado es un pecado. No sólo es que no se deba obedecer, sino que la obediencia es imposible, porque aunque no podemos conocer la voluntad de Dios de manera suficientemente clara en los preceptos positivos (qué hay que hacer), sí podemos conocerla en los negativos (qué no se debe hacer). Si a uno le mandan, por ejemplo, matar, es evidente que esa no es la voluntad de Dios, por lo que jamás podría la voluntad mover al entendimiento para considerar que la voluntad de Dios es que mate por obediencia.
2ª) La segunda salvedad es semejante, solo que, en lugar de entender la evidencia en el orden práctico, como en el caso anterior, se trata de la evidencia en el orden especulativo. Es decir, la obediencia puede suponer la suspensión de juicio en las materias sujetas a la opinión, es decir, en las que, como hemos dicho, el objeto no mueve suficientemente al entendimiento, sin estar ya puesto con certeza en él por la fe. Mas no puede suspenderse el juicio en las cuestiones evidentes en el orden teórico. Es decir, es imposible aceptar, tanto por obediencia como por fe, que dos y dos puedan ser cinco, como en aquel tweet del P. Spadaro que citaba Bruno Moreno en este estupendo artículo.
Hay que señalar que esta segunda salvedad es negada textualmente por San Ignacio en un famoso lugar, al final de los Ejercicios Espirituales. En las reglas para sentir con la Iglesia dice:
«La terdécima. Debemos siempre tener, para en todo acertar, que lo blanco que yo veo creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina; creyendo que entre Cristo nuestro Señor, esposo, y la Iglesia, su esposa, es el mismo espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras ánimas, porque por el mismo Espíritu y señor nuestro que dio los diez mandamientos es regida y gobernada nuestra santa madre Iglesia».
Es difícil encontrar salida a este texto, pues el ejemplo dado por San Ignacio presenta una evidencia sensible, comparable con la lógica del dos y dos son cuatro, que sería incompatible con la obediencia tal como la explicamos. Yo creo que en este caso San Ignacio usa un ejemplo desafortunado para referirse a materias en las que puede haber una opinión bien formada, pero nunca una evidencia racional o sensible. Y creo válida esta interpretación por el texto de la Carta de la obediencia en la que, como hemos citado, dice que la suspensión del juicio debe hacerse «sujetando el propio juicio al suyo, en cuanto la devota voluntad puede inclinar el entendimiento».
Pues bien, la voluntad no puede inclinar el entendimiento a decir que dos y dos hacen cinco, o que lo blanco que yo veo es negro. Y si en esta materia no puede darse la obediencia perfecta, quiere decir que no puede darse obediencia alguna.
Otra precisión importante que podemos hacer desde la doctrina tomista es la que se refiere a la materia de la obediencia. Santo Tomás presenta la virtud de la obediencia en la cuestión 104 de la II-II de la Suma Teológica, en la que no se refiere únicamente a la obediencia religiosa o en el marco de la Iglesia, sino a la obediencia de los súbditos a los superiores en todos los órdenes. Cuando se refiere a los religiosos, señala que éstos están obligados a obedecer en lo que corresponde a la vida regular. Si quieren obedecer más allá, lo podrán hacer en virtud de la búsqueda de una perfección mayor. Pero también admite Santo Tomás que habría un tipo de obediencia, que llama «indiscreta», que obedece incluso en las cosas ilícitas (cf. STh II-II, q. 104, a. 5, ad 3). En el orden natural, por ejemplo, el Angélico señala que:
«No están obligados ni los siervos a obedecer a sus señores ni los hijos a sus padres en lo tocante a contraer matrimonio o guardar virginidad y en otros asuntos semejantes. Pero en lo que se refiere a la disposición de los actos y asuntos humanos, el súbdito está obligado a obedecer a su superior según los distintos géneros de superioridad: y así, el soldado debe obedecer a su jefe en lo referente a la guerra; el siervo, a su señor en la ejecución de los trabajos serviles; el hijo, a su padre en lo que tiene que ver con su conducta y el gobierno de la casa; y lo mismo en otros casos» (STh II-II, q. 104, a. 5, co.).
Aplicación de lo dicho al caso de la obediencia al Romano Pontífice en la situación actual
Llegamos al punto en el que podemos tratar de aplicar lo dicho a la cuestión de la obediencia al Santo Padre, y de si caemos en desobediencia los que mantenemos una posición crítica a la interpretación que va siendo cada vez más oficial de la Amoris Laetitia, o los que pensamos que el Santo Padre debería contestar las dubia presentadas por algunos cardenales al respecto.
El primer problema que se debe aclarar es si se puede obedecer sin saber exactamente qué es lo que se manda. Hemos dicho que el primer grado de la voluntad es la «ejecución de lo mandado». Sólo a partir de este primer grado se puede ascender a los otros grados de obediencia hasta la obediencia ciega. Es decir, que la unión de la voluntad o la suspensión del juicio se realizan en virtud del cumplimiento del mandato concreto. Es evidente que, si no hay mandato concreto, la obediencia es simplemente imposible.
En esto nos puede ayudar la analogía que hemos presentado de la obediencia ignaciana con la fe como la entiende Santo Tomás. El acto de fe, para éste, tiene un objeto material y uno formal. El objeto material (per se) de la fe son los artículos de la fe, proposiciones concretas que se refieren a Dios, Verdad Primera, en cuanto puede ser conocido por nuestro intelecto de forma imperfecta y fragmentaria; el objeto formal es la razón por la que se creen esas verdades, que es porque son reveladas por Dios (cf. STh II-II q. 1, a. 1, co.; a. 6, ad 2). Sin el objeto material, esto es, sin las verdades concretas de la fe no se puede tener fe. Por eso mismo, sin conocimiento del mandato no se puede obedecer.
La concepción fiducial de la fe en el protestantismo entendería la fe como una confianza que no necesita de ese objeto material, pero esta no es la visión católica. Por lo mismo, tampoco se puede decir que uno obedece al Papa si no sabe qué es lo que el Papa manda en concreto. Uno puede mantener la disposición habitual de obedecer, pero esa disposición no se podrá actualizar si no consta con claridad el mandato. Ojo, esto no quiere decir que el mandato tenga que ser expreso. Santo Tomás dice que la obediencia es una virtud especial y «su objeto especial es el mandato tácito o expreso» (STh II-II q. 104, a. 2, co.). Pero una cosa es que el mandato sea tácito y haya de ser inferido por el súbdito y otra cosa es que no sea claro. Si el superior dice un día un cosa y después la contraria, no se puede hablar de un mandato tácito, sino de una ausencia de mandato.
Yendo a nuestro problema concreto, ¿quiere el Santo Padre que los sacerdotes demos la Sagrada Comunión a los que permanecen obstinadamente en un pecado objetivo? Si es así tendrá que decirlo claramente, porque, como ha señalado acertadamente el Card. Caffarra, eso no está claro en absoluto. De hecho, desde esta perspectiva, para poder obedecer al Papa resulta necesario que se aclare qué es lo que se manda en Amoris Laetitia, más allá de lo que quieran interpretar unos u otros sobre el tema, dado que a quién se obedece es al Papa o aquellos a los que él haya designado expresamente para ello (aquí estaría la analogía con el objeto formal de la fe).
En el mismo sentido parece expresarse el Concilio Vaticano II cuando, refiriéndose a la aceptación del Magisterio del Papa, dice que: «Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo» (Lumen Gentium, 25).
Ahora bien, pongamos que uno pudiera tener una claridad suficiente como para afirmar que lo que el Papa está mandando es algo como lo que han escrito los dos obispos de Malta, y que ha sido publicado en la portada de L’Osservatore Romano, esto es, que los adúlteros que no se arrepienten pueden comulgar si «se sienten en paz con Dios». Éste sería un segundo problema. Aquí podríamos decir en primer lugar que uno no estaría obligado a «obedecer» al Santo Padre en esto, dado que existe una autoridad mayor que manda positivamente lo contrario. Esa autoridad es el Código de Derecho Canónico, que en su c. 915 manda que no se dé la comunión en esa situación. ¿Es mayor la autoridad del Derecho Canónico que la del Papa? El Código de Derecho Canónico recibe su autoridad de haber sido promulgado por el Santo Padre por medio de una Constitución Apostólica, que es un documento de altísimo rango magisterial, en un lenguaje claro e inequívoco. Es evidente que la sugerencia en sentido contrario en una nota al pie de una Exhortación Apostólica, aunque sea también del Santo Padre, no obliga por encima del Código. Además, de acuerdo con el Pontificio Consejo para la Interpretación de los textos legislativos, en documento aprobado también por el Papa, este canon responde al derecho divino, por lo que no podría ser modificado.
Además, como hemos observado, no se puede suspender el juicio en aquello en que la inteligencia ya está puesta en el objeto, bien sea por la evidencia del objeto mismo o por la fuerza de la fe. En esto no hay una evidencia racional, sino de fe. La evidencia es que el adulterio es pecado grave y que la dignidad del sacramento exige estar libre de pecado mortal para recibirlo. Ambas verdades son de fe, por lo que resultaría imposible que la inteligencia fuera movida por la voluntad para afirmar o que el adulterio podría no ser pecado (por ejemplo, dicen algunos, al tratar de evitar un mal que se considera mayor, como sería la inestabilidad de la unión adulterina en función del bien de la prole engendrada como consecuencia del adulterio), o que pueda recibirse la Eucaristía estando en pecado mortal. Sobre el argumento de la diferencia entre pecado grave y pecado mortal, ya presenté aquí mi respuesta.
Ante la hipotética existencia de este mandato al que, como se está mostrando, resultaría imposible obedecer, los cardenales han hecho lo que recomienda San Ignacio, que es presentar la dificultad a la autoridad superior. En este caso no se puede dar la indiferencia que pide San Ignacio, por las razones que hemos explicado anteriormente, dado que un mandato que fuera en la línea que han propuesto los obispos malteses simplemente sería imposible de obedecer.
Conclusión
Entiendo que a muchos les parezca poco conveniente la perspectiva de la obediencia ciega que propone San Ignacio a sus jesuitas. Es, en verdad, fácilmente caricaturizable como una obediencia que lleva a absurdos, como barrer las escaleras hacia arriba o regar un palo seco durante un año (ejemplo que presenta el mismo San Ignacio). Sin embargo, a mí me resulta muy sugerente la insistencia ignaciana de la necesidad de incorporar el juicio intelectual al acto de obediencia voluntaria, tal como la hemos querido mostrar en este artículo. Como hemos visto, poner el grado supremo de obediencia en aquel ser movido el entendimiento por la devota voluntad en cuanto ésta pueda hacerlo, hace que sea más fácil explicar cuáles son los límites de la obediencia, que distinguen la verdadera y virtuosa de la falsa y viciosa.
Para terminar, resulta importante considerar el contexto histórico de la Carta de la obediencia que hemos presentado. Se suele decir que San Ignacio se la mandó a los padres de la Compañía de Portugal por los problemas de disciplina que se estaban comenzando a dar. El problema no sólo venía, al parecer, por la rebeldía de los súbditos, sino por la falta de exigencia de los superiores. Pero ésta no es una carta de reprensión, sino de instrucción, en la que se explica a unos y a otros lo que es verdaderamente la obediencia, y la perfección hasta la que tiene que llegar. Y es que para que se dé la obediencia que da unidad y armonía al orden en el que se constituye el cuerpo Místico de la Iglesia no sólo es necesario que los súbditos sepan obedecer, sino también que los superiores sepan mandar, pues no pocas veces se da que es la comodidad y el deseo de ser estimados de estos lo que impide que los primeros puedan entregarse totalmente a Dios a través de la santa virtud de la obediencia.
Francisco José Delgado Martín, presbítero.