Días pasados, mientras rezaba el Rosario en el micro que me llevaba de regreso a mis parroquias, fui sobresaltado por una seguidilla de piropos de chicas de una escuela secundaria: «Mi vida, qué lindo sos, bombonazo, te como a besos»; entre otros, volaron en una dirección que no era la mía, gracias a Dios, pues me hubiera encontrado en apuros. Como las miradas de las casi niñas iban hacia el exterior del vehículo, quise ver si se trataba de un galán de telenovelas, o algo por el estilo. Y hete aquí que me encontré con un perrito, llevado en los brazos de una joven mujer, cual si fuese un bebé de pocos días…
Obviamente, la posterior charla en el trasporte giró en torno a la belleza del can. Sus adolescentes admiradoras pugnaban por ver quién le había visto más atributos; y especulaban qué harían con ellos… «Estamos en el horno», me dije; aunque lo correcto hubiese sido decir «la jauría viene ganando por goleada».
Hace años que vengo denunciando el creciente protagonismo perruno en los comportamientos, las actitudes, las compras, las conversaciones, y en los proyectos de las personas. Ni hablar en Cambaceres, el barrio de las dos parroquias a mi cargo, Sagrado Corazón de Jesús, y Santos Mártires Inocentes; calificado como «Capital nacional de los perros callejeros».
Simplemente hay que observar un poco, y darse cuenta por ejemplo, de cuántos avisos comerciales sobre mascotas hay en las tandas televisivas. O cuántos carteles con publicidad perruna se ven en calles y rutas. O en el número de comercios para perros, en los barrios. En mi zona, por ejemplo, en una avenida central, por cada nueve comercios para animales puede verse, apenas, uno para niños…
Hace horas, nada más, el desollamiento de un perro, provocado por un patético perverso, en nuestra Argentina, movilizó más a la opinión pública que el drama de los inundados, y el de las tragedias automovilísticas del verano. Causa estupor comprobar cómo a los perros se les ponen ahora, casi con exclusividad, nombres de personas. Y que sus dueños se autotitulen «papá» o «mamá».
Desgarra, hasta las fibras más íntimas, ver cómo se pide por los perros y caballos «maltratados» por la tracción a sangre, en los carros de cartoneros y otros indigentes que buscan sustento en la basura; y que nada se haga por los niños hambrientos, y a la deriva, que suelen ir en ellos. Cada vez son más las comodidades para las mascotas en los medios públicos de trasporte; mientras hay restaurantes y otros sitios donde se prohíbe la concurrencia con niños.
Al mismo tiempo, hay que ir esquivando perros, atados o no a sus dueños, por las veredas. Ni hablar de aquellos que, ante las miradas cómplices y hasta complacidas de sus propietarios, depositan sus excrementos, a cualquier hora, y en cualquier lugar…
A esto hay que sumar ciertas organizaciones conservacionistas, ambientalistas y ecologistas, financiadas en gran parte por el Nuevo desOrden Mundial, y el magnate ateo y anticatólico George Soros. Ciertamente, hay en varias de ellas –me consta- personas bien intencionadas, con criterios sanos, y voluntad de servir al bien común. Pero abundan, lamentablemente, en su seno ideólogos de género, marxistas, materialistas de toda laya, y hasta declarados enemigos de la especie humana. ¡Como si la única especie digna de ser salvada fuese la mascotera…!.
Subyace, en todo este panorama, la grave «emergencia antropológica» –como muy bien la definiera nuestro Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer-, que estamos padeciendo. El hombre ya no sabe quién es, para quién vive, de dónde viene y hacia dónde va. Y hasta se asume como un infeliz producto del azar, de fuerzas ciegas que le dieron origen y que, ciegamente, lo llevan a la nada de la muerte.
Frente a ello, lo único valioso es «pasarla bien, disfrutar de la vida»; y disponer de la naturaleza a su antojo… Abundan defensores de animales; y son escasos los protectores de las personas, especialmente, de los más vulnerables, como los niños por nacer, los pobres, los enfermos, y los ancianos.
Vale, con exclusividad, aferrarse a la creatura –preferentemente, a la irracional- pero sin ninguna referencia al Creador; que nos hace a los hombres hijos, y hermanos en Cristo. Ya sé que me tildarán de fanático, exagerado sin matices, insensible, y otras lindezas. Pero soy sacerdote, y debo reafirmar lo que la Biblia y la Iglesia enseñan: Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, pensando en Cristo; lo redimió por Cristo; y Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es el principio y fin de todo.
En Él «vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28). Todo va hacia su consumación en Él, por el Espíritu Santo, para la gloria de Dios Padre.
Todos los seres, en consecuencia, están al servicio del hombre. Y el hombre, por supuesto, al servicio de Dios. Sí, hay que decirlo con todas las letras: el hombre nuevo, en Cristo, es el centro de la Creación.
Sí, ya lo sé. Me remitirán a la historia, al arte, a la literatura, y a toda clase de sentimentalismos, para defender al perro como «el mejor amigo del hombre». Y, aunque en la vida de todos nosotros, uno o más perros hayan tenido algún papel importante, debemos luchar para que el mejor amigo del hombre sea otro hombre, y no un animal.
Dios quiere un mundo donde nos acompañemos y cuidemos unos a otros; especialmente, a los niños, los enfermos y los ancianos. Y no en el que se regalen perros para suplantar esa compañía…
Minutos antes de escribir estas líneas pasé frente a un centro comercial. Una joven muy bella, promotora de un producto, me interceptó en la vereda, y me preguntó si tenía perros. Le dije que no; y me repreguntó si tenía alguien conocido que tuviera. Tampoco, le respondí.
En su mano, tenía paquetitos que parecían alfajores. «Me regalará uno, como atención por haberla escuchado», pensé. «Qué pena –me retrucó-. Era para mandarle estos alimentos balanceados de regalo…».
- Pensé que eran alfajores para las personas, le dije.
- No, solo trabajamos para perros, concluyó.
La caída del hombre y la elevación del perro nos exigen, con urgencia, volver al Salvador. Lo tenemos hace dos mil años en Jesús de Nazaret. El misterio del hombre solo se revela en el misterio de Dios – Hombre. Lo demás, solo es carrera inevitable hacia la autodestrucción. No es tiempo, entonces, de «perros mudos» (Is 56, 10).
P. Christian Viña, sacerdote