En la pasada semana de fiestas navideñas, la Iglesia recuerda el 28 de Diciembre a los Santos Inocentes, víctimas del infanticidio de Herodes, y, el día treinta, al no haber un domingo entre Navidad y Año Nuevo, la fiesta de la Sagrada Familia. Vida y Familia son los dos grandes objetivos de la diabólica Ideología de Género y, por tanto, los valores que como cristianos y católicos hemos de defender.
Me abrió los ojos una mujer que en cierta ocasión me dijo: «He leído la Ley de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del embarazo y está a favor de la vida». Efectivamente, nada menos que por cinco veces el legislador nos dice algo parecido a esto que es literal: «La vida prenatal es un bien jurídico merecedor de protección que el legislador debe hacer eficaz». Pero estas bellas declaraciones de intenciones no valen para nada porque el legislador hace prevalecer esta frasecita: «Se reconoce el derecho a la maternidad libremente decidida»(art. 3-2), un derecho que supone haya más de cien mil abortos al año en España, lo que significa otros tantos seres humanos asesinados. Sobre la moralidad del aborto el Concilio Vaticano II dice; «el aborto y el infanticidio son crímenes abominables» (GS nº 51).
La segunda víctima del aborto es la madre. Para ella no se trata de ser madre o de no serlo, sino de ser madre de un hijo vivo o de un hijo muerto, y además asesinado por ella. Es una decisión dramática e irreparable, totalmente contraria al instinto materno y con graves consecuencias psicológicas. Aunque los centros abortistas realizan el mayor número de abortos invocando razones de salud mental de la madre, la realidad es que ninguna enfermedad psíquica se cura por el aborto, que, por el contrario, las agrava o las crea. El aborto es una solución desastrosa, con gravísimos traumas psíquicos y morales, que el paso del tiempo generalmente no cura, sino que, por el contrario, agrava.
En tercer lugar está el padre. La legislación le hace muy poco caso, hasta el punto que se puede prescindir olímpicamente de él.
También están los médicos. Siempre he pensado que la vocación médica es la lucha a favor de la vida y cumplir el juramento hipocrático, del siglo V antes de Cristo y en el que se comprometen, entre otras cosas, a «tampoco daré un abortivo a ninguna mujer». El aborto es una cruel y definitiva interrupción de una vida humana. Cuando pienso en un médico que voluntariamente realiza abortos, me recuerda a los oficiales genocidas de las SS. Desde luego no me gustaría estar en su pellejo en la hora de la muerte, porque oírle a Cristo decir: «estaba indefenso y desvalido y me asesinaste», tiene que ser terrible. A mí me impresionó mucho lo que un conocido me contó de un amigo suyo, médico abortista: «no tienes ni idea de lo que soy capaz de hacer por dinero».
Sobre los políticos san Juan Pablo II nos dice que «la responsabilidad implica también a los legisladores que han promovido y aprobado leyes que amparan el aborto» (Encíclica «Evangelium Vitae» nº 59). «Así pues, los políticos y los legisladores católicos, conscientes de su grave responsabilidad social, deben sentirse particularmente interpelados por su conciencia, rectamente formada, para presentar y apoyar leyes inspiradas en los valores fundados en la naturaleza humana. Esto tiene además una relación objetiva con la Eucaristía (cf. 1 Cor 11,27-29)» (Benedicto XVI, «Sacramentum Caritatis», nº 83). Yo, al menos, no me atrevería a darles la comunión.
La derrota de la Clinton puede empezar a significar un cambio en lo políticamente correcto, pues defendía el aborto a lo largo de todo el embarazo y la administración Obama subvencionaba con quinientos millones de dólares las políticas proabortistas.
En cuanto a los que se enriquecen con el infame negocio del aborto, son los peores de todos.
Como sacerdote creo que el pecado de aborto es uno de los que tiene consecuencias más terribles para la persona que lo ha realizado, sea por ser la madre, sea por haber colaborado o aprovechado de él. Cierto compañero sacerdote me contó que alguien le increpó por oponerse al presunto derecho al aborto, ya que la mujer es dueña de su cuerpo y puede hacer con él lo que le dé la gana. Le respondió: «Vd. es muy dueña de pensar lo que quiera, pero a quien le toca tratar de ayudar a las mujeres destrozadas como consecuencia de sus ideas, es a nosotros. Vds. no tienen ni idea del daño que hacen». Cuando me encuentro con algún caso, le insisto que, aunque su pecado haya sido muy grande, la misericordia de Dios es aún más grande. Si Dios le perdona, el caso suele venirnos en confesión, ¿quiénes somos los demás para no hacerlo? Sin embargo es importante que también ella perdone a los que le han mal aconsejado o inducido al aborto, recordando la frase del Padre Nuestro: «perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos han ofendido». Recordemos que Dios es Amor, pero es también Perdón, pero para que nos lo dé, hemos de pedírselo, y tenemos también que saber perdonar. En cuanto a su relación con su hijo, hay una muy bella frase del escritor argentino Mamerto Menapace. «Las lágrimas de una madre, son el agua bautismal de su hijo».
Pedro Trevijano, sacerdote