Pocos días después del fallido conato de golpe de estado en Turquía (julio de 2016), en una tertulia radiofónica se analizaba este suceso, así como, en un plano más general, la dificultad del país otomano, a pesar de haber impuesto manu militari un sistema de gobierno laico, para consolidar una democracia «real». En un momento del debate, uno de los tertulianos, ilustre columnista del diario ABC, apuntó la siguiente idea: lo que ocurre, en el fondo, es que en Turquía no existe, desde un punto de vista cultural (repitió esta idea, para que quedase clara), el Cristianismo. Dicho de otra forma: el sistema democrático parece ir unido (lo que llaman los economistas una «correlación») al Cristianismo, desde el punto de vista cultural, como matiza este periodista, y no desde el punto de vista religioso, pues hay que dejar claro el carácter laico, pluralista, antidogmático de la sociedad democrática.
Este magno problema plantea varias cuestiones. Uno, que aquí no se toca y que Benedicto XVI ha comprendido y explicado como nadie, es la relación entre el pluralismo democrático y el dogmatismo religioso. La otra, que es previa y básica, es la relación entre religión y cultura, dos realidades distintas, pero que presentan evidentes puntos de ligazón y dependencia.
Una cuestión previa: partimos de un concepto general de cultura que trasciende el estrictamente académico. Cultura –en palabras de un antropólogo inglés– es todo lo que hace el hombre y no hace el mono. Todo lo que hace el ser humano como creación, como resultado de un raciocinio, más allá de sus funciones meramente biológicas. Puede calificarse como cultura desde la gastronomía y la moda hasta la física cuántica y la arqueología, desde los usos sociales hasta las formas políticas del Estado.
En este sentido, la cultura tiene que ver con toda actividad humana creativa y, por supuesto, con la religión. Es más, en ninguna cultura (ahora uso la palabra en sentido de comunidad histórica definida por una serie de rasgos comunes) está ausente un cierto sentido de la trascendencia. También la relación inversa tiene sentido, es decir, la religión no se concibe si no se desarrolla en la cultura, esto es, en las ideas, las costumbres, los valores, las formas políticas, las relaciones familiares.
Hay, al menos, dos razones intrínsecas por las que el Cristianismo, en comparación con otras religiones, tiene un vínculo especial con las manifestaciones culturales.
- El Cristianismo, en primer lugar, es una religión «encarnada», que, a diferencia de todas las tentaciones gnósticas que lo han asaltado, no renuncia al mundo, sino que intenta mejorarlo, santificarlo desde dentro. El cristiano nunca es puritano; está volcado a los demás y a un mundo que tiene un valor positivo (Gen 1, 26, etc.), aunque está llamado a transformarse en el «mundo futuro» (la Nueva Jerusalén del Apocalipsis). Con más razón, pues, tiene que encarnarse, manifestarse en formas culturales.
- La segunda razón parte de un hecho negativo: el Cristianismo no se identifica con ninguna cultura concreta (a diferencia del Judaísmo), ni con una lengua o un libro (Islam), ni con una «polis» o grupo determinado (paganismo clásico). Es una llamada universal cuyo kerigma no es un mensaje escrito ni un conjunto de normas, sino una «persona» histórica y concreta. Por esta razón, está abierto a todos los hombres y a todas las culturas. La idea de «inculturación» impulsa a la Iglesia a plantar su simiente en cualquier comunidad humana, intentado hacerlo desde dentro, adoptando, asumiendo sus formas culturales.
Por lo tanto, no hay religión (y más el Cristianismo) sin cultura. Sí puede haber –y es más frecuente de lo que creemos– una opción por lo religioso que acepte meramente sus aspectos culturales, sus implicaciones sociales o políticas, sus usos y costumbres, obviando su núcleo duro: la trascendencia, la espiritualidad, el aspecto escatológico, la llamada a la transformación personal. El poeta alemán Stefan George recoge en su obra elementos de un cristianismo cultural que mezcla con elementos paganos. Charles Maurras, el fundador de la Action Française, acepta la religión como un elemento que propicia la cohesión social y el mantenimiento de una tradición, pero al tiempo defiende postulados morales cercanos al paganismo. Decía que había que recitar el Magnificat con música de fondo y abundante incienso para que el pueblo no capte su contenido (para él, revolucionario desde el punto de vista social).
En resumen, el Cristianismo puede manifestarse en aspectos externos (culturales) obviando, descargándose de su sustancia interna (espiritual). Ahora bien, evidentemente en la medida en que se acentúan los elementos externos y se devalúan y olvidan los externos, la religión se formaliza y, de alguna manera, se vacía de sustancia y sentido.
Volvemos al principio: hay un vínculo entre democracia y Cristianismo como fenómenos sociales y culturales. Esto parece evidente y basta, para comprobarlo, mirar un mapa del planeta y comprobar dónde están los países democráticos. Sin embargo, precisamente, en estos países, el secularismo, el hedonismo, el relativismo avanzan a una velocidad exponencial. Las sociedades occidentales se han convertido en «culturalmente» cristianas y realmente paganas y decadentes.
Y ahora viene el aspecto urgente, acuciante de este problema, que lo convierte en algo más que en una cuestión teórica: ¿podrá mantenerse esta situación de íntima contradicción a medio plazo? El conjunto de valores que sustenta a la democracia y a nuestro modo de vida –igualdad, dignidad, atención a los débiles– ¿podrá sobrevivir si rompe amarras con su verdadero fundamento? ¿Pueden las hojas y las ramas mantener su savia y vigor si se aislan de su raíz nutricia?
Tomás Salas