Recuerdo que en un funeral, un nieto ya adulto de la difunta tuvo unas palabras en recuerdo de su abuela. Pero lo que me impactó, fue, como estaba cara a cara con la familia, ver la expresión de orgullo legítimo con que el padre del joven, miraba a su hijo mientras éste hablaba. No era difícil adivinar lo que el padre estaba pensando: “Hijo, he puesto en ti muchas esperanzas, y no me has defraudado en absoluto”. Pero pienso que así como el padre se sentía muy orgulloso del hijo, seguramente detrás había un padre del que el hijo podía sentirse orgulloso. Y es que, como dice la reciente Exhortación Apostólica “Amoris Laetitia” “el bien de la familia es decisivo para el bien del mundo y de la Iglesia” (nº 31), y en él, “el varón juega un papel decisivo en la vida familiar, especialmente en la protección y el sostenimiento de la esposa y de los hijos. Muchos hombres son conscientes de la importancia de su papel en la familia y lo viven con el carácter propio de la naturaleza masculina” (nº 55). Sin embargo, desgraciadamente, muchos padres piensan que la educación de los hijos es asunto exclusivamente de la madre, como lo notaba en las reuniones de padres de mis alumnos, que eran reuniones de madres con algún que otro padre, al que no llamaría despistado, sino más consciente. Y es que cuando los padres se despreocupan de los hijos, ello priva a los niños de un modelo adecuado de conducta paterna.
Una de las frases que más me han llamado la atención en mi vida, me la dijo una chica joven: “Yo en la vida quisiera ser como mis padres, son profundamente cristianos y se quieren entrañablemente”. No conozco a esa chica, pero con esa mentalidad creo que es difícil que los padres no estén muy orgullosos de ella. Pero ello nos dice también otra cosa, que es que cuando un hijo o una hija salen fenomenales, generalmente no se debe al azar o a la casualidad, sino que detrás hay unos padres de mucha categoría con una vivencia de los valores humanos y cristianos que sus hijos perciben.
Está claro, sin embargo, que en la actualidad esos valores no están de moda, incluso no son políticamente correctos, por lo que intentar vivirlos significa ir contracorriente, si bien la ventaja que ello tiene es que quienes los viven son gente luchadora y con ideas muy claras. Recuerdo lo que alguien me dijo sobre la opinión de los demás: “A mí me importa muchísimo lo que opine de mí Dios, algo lo que yo piense de mí mismo, nada lo que piensen los demás”.
Esta frase nos debe recordar una verdad muy elemental, pero de la que tantas veces prescindimos. Tenemos nuestro padre en la Tierra, pero también nuestro Padre celestial. Como nos dice san Pablo somos hijos de Dios por adopción (Gal 4,4-7; Rom 8,14-17; Ef 1,5)), y creo que la gran pregunta que tenemos que hacernos es: “¿Al igual que ese padre que se sentía orgulloso de su hijo, puede Dios Padre sentirse orgulloso de nosotros y más concretamente de mí?”. A primera vista creo que todos nosotros contestaríamos con un no rotundo, pero pienso que el problema es fundamentalmente una cuestión de gracia, y Pablo a los cristianos de Roma (cf. Rom 1,7), Corinto (1 Cor 1,2; 2 Cor 1,1), Éfeso (Ef 1,1), Filipos (1 Flp 1,1), y Colosas (Col 1,2) les llama “santos”, es decir es una palabra que se puede aplicar a todo aquél que vive en gracia y que indica también que Dios está contento de estas personas. El problema por tanto es: ¿vivo en gracia o no me importa vivir en pecado? Creo que la contestación a esta pregunta es, como dijo Santa Juana de Arco. “si estoy en gracia doy gracias a Dios por ello; si estoy en pecado, pido a la infinita misericordia de Dios, me conceda cuanto antes su gracia”. Y si estoy en gracia, sé que Dios está orgulloso de mí.
Pedro Trevijano, sacerdote