Durante un debate televisivo, una catedrática de Historia contemporánea se jactaba de que Ricardo de la Cierva había sido «erradicado» de la actual historiografía profesional. «¡E-rra-di-ca-do!», repitió con énfasis y mal disimulado cabreo, para aplastar a un colega que había tenido la malhadada idea de citar al historiador, convertido en tabú en la Universidad y en la mayoría de los libros de Historia: o se le silencia o se le despacha con alguna frasecilla displicente. Así entienden el debate intelectual esos pésimos historiógrafos, inquisidores vanidosos que se ensalzan a sí mismos como «serios» y «científicos».
Contra Ricardo de la Cierva todo ha valido, desde las descalificaciones insultantes en la prensa al cúmulo de rumores personales y profesionales, calumniosos como suelen serlo, y en todo caso ajenos a cualquier pretensión de prueba, tan frecuentes en círculos universitarios y académicos, muy dados, por lo común, al chismorreo insidioso y muy poco al intercambio y discusión de ideas que debieran serles propios. El bajo nivel científico de nuestra universidad se manifiesta en sus trabajos, pero también en esa actitud esterilizante y cerrada al debate –aunque a veces, cuando se abre un poco, casi resulta peor–, mezcla de beatería de secta, de ansiedad de cada cual ante la posibilidad de ser «pirateado» (pues la tendencia a parasitar ideas ajenas está muy difundida), y de miedo a quedar en evidencia fuera de los clanes aquiescentes.
Quien, rompiendo el tabú –algo difícil, sobre todo para un estudiante–, compare los libros de Ricardo de la Cierva sobre la Guerra civil y otros hechos de nuestra Historia, con los de esas erradicadoras lumbreras, nota enseguida la superioridad del erradicado. El cual no les supera por sus tesis sino, ante todo, por el cúmulo de datos y documentación decisiva en que las apoya, y que sus enemigos (pues lo son, y no simplemente adversarios intelectuales) pasan sistemáticamente por alto o les dedican referencias vagas, y lo hacen precisamente por su valor demostrativo, demoledor de las tesis hoy en boga. Vale la pena observar de pasada cómo el descaro y falta de respeto a la verdad por parte de esos individuos acaba de manifestarse de nuevo en sus escasas y ridículas reseñas del libro de documentos soviéticos España traicionada.
Pero, se objetará, si es así, ¿cómo puede haber sido Ricardo de la Cierva tan eficazmente aislado en amplios ámbitos intelectuales y en casi todos los medios de masas? ¿Puede tener él razón contra casi todos los demás? De lo segundo, nada. Un número muy alto de profesores e historiadores comparte más o menos las tesis de De la Cierva, o reconoce, por la simple necesidad de estudiar la Historia, la veracidad de la mayor parte de ellas. Pero poquísimos se atreven a decirlo en voz alta y clara, pues existe un auténtico miedo a pasar por «facha», a compartir las descalificaciones y desprecios tributados a aquel. Es más, no faltan quienes, estando de acuerdo con él en lo principal, se unen al coro de los despreciadores o destacan los defectos del erradicado (¿quién no los tiene?), en lugar de señalar, como sería ahora necesario, sus indudables aciertos. Pero Ricardo de la Cierva no sólo supera como historiador a quienes le proscriben, sino que además ha sabido sostener sus ideas contra viento y marea, con datos y argumentos, devolviendo los golpes en una actitud valerosa por desgracia muy poco seguida: de ahí la eficacia de su aislamiento.
Decía Churchill algo así como que el valor es la principal de las virtudes, pues sin él las demás naufragan. Ciertamente podría entenderse el desfallecimiento de tantos intelectuales si corrieran peligro, no ya de ser fusilados o de ir a la cárcel, sino simplemente de sufrir serios daños materiales. Pero no. El peligro consiste simplemente que les tachen de esto o de lo otro, y ante tan nimia amenaza, su amor a la verdad y a la ciencia flaquean. Y así está el panorama intelectual.
Pío Moa
Artículo publicado el 9 de enero del 2003 en Libertad Digital
Republicado en InfoCatólica el día del fallecimiento de don Ricardo de la Cierva