«La religión es el primero de los lazos sociales, porque es el primero de los lazos internos, puesto que junta las inteligencias en una creencia y las voluntades en una ley moral, trascendiendo por sus efectos sociales a las costumbres, al derecho, al arte, a toda la vida colectiva de un pueblo». Estas palabras de Vázquez de Mella, artífice de la unidad católica que nos labró una patria común, no habrían encontrado ninguna aceptación en el ideal actual de la coexistencia, donde se admite cualquier opinión y grupo, ni tampoco en el progresismo clerical, afectado por el diálogo con el mundo moderno y la asimilación espuria a sus principios incondicionados.
La invocación reiterada del neutralismo religioso por parte de políticos advenedizos responde a una ideología liberal laicista, donde, lejos de respetar la fe de un pueblo, se declara la hostilidad hacia sus reservas religiosas y la proscripción de sus raíces cristianas desde el dogmatismo y la ideología. La ausencia de Martiño Noriega, alcalde de Santiago de Compostela, en la ofrenda nacional al Apóstol Santiago, censurada por el presidente de la Xunta, Alberto Feijóo, significa que dilapidar el patrimonio católico de un pueblo se ha convertido en un objetivo prioritario para una autoridad civil que asume la pretensión del estado moderno de constituir el principio único del poder. ¿Por qué no cambiar vuestras costumbres –declaran exasperados los advenedizos- si nada tienen de necesario? ¿Qué debería movernos a un acto de culto, al adsum de vuestras ceremonias religiosas, desprovistas de sentido y alienantes en un Estado aconfesional?
La actuación del alcalde se remonta al nominalismo, que clausuró la armonía medieval entre la razón y la fe, anunciando así la Modernidad. Haciendo del hecho religioso algo puramente subjetivo, declarando el orden sobrenatural inaccesible para la razón, se otorga una autonomía absoluta al pensamiento y se seculariza el orden político. ¿Habrá que limitar la vida religiosa al interior de las conciencias, expulsar la religión de la esfera pública hasta abandonar toda pretensión comunitaria de que la fe informe la vida de los pueblos? La responsabilidad de la fe exige una respuesta negativa: el hombre, en un mundo que es Creación, realizará las cosas como hace falta, esto es, como lo exige la voluntad de Dios que se expresa en cada cosa y situación. Incluso el político.
Lo decía Guardini: el hombre ha caído en manos de la incredulidad. Oponer lo civil y lo religioso, considerar que la Iglesia y las instituciones políticas deben moverse en mundos separados es un punto de vista peligroso tanto para la fe como para el pueblo. Peligroso para la fe, que necesita ser accesible a todos. Peligroso para el pueblo, desasistido por unos poderes irreverentes y traicionado cuando un cierto sector de la jerarquía eclesiástica prefiere agradar a quienes dificultan el pleno desenvolvimiento religioso que defender la fe de los pobres. Los que más hablan de evangelizar a los pobres son quienes más les traicionan cuando no facilitan las condiciones que hacen posible el anuncio del Evangelio. ¿Ayuda a los tibios la provocación de ciertos políticos en su falta de reconocimiento de la dimensión pública del hecho religioso, en su hercúleo afán de silenciar desde el poder la religión, o más bien los arrojan a la increencia al no ayudarles a sostenerse en se débil fe?
Cuando el hombre rompe peligrosamente su vínculo con Dios, sale de la responsabilidad de la fe, y sus acciones manifiestan una profunda secularización, se precisa la corrección objetiva de considerar el mundo como algo meramente «mundano», naturaleza anónima de que cualquiera puede disponer o cultura autónoma en que el hombre se pone a sí mismo como su creador. La fe no puede quedar enraizada en un país sino cuando penetra en la vida de la sociedad, cuando arraiga en un pueblo como religión. El pretexto del neutralismo religioso significa desprecio a las costumbres y tradiciones de un pueblo, destrucción del arraigo y la continuidad como bienes esenciales, reivindicación de una nueva patria donde el primero y más radical de los compromisos humanos, que es el religioso, sea considerado como algo extraño al hombre en su inútil esfuerzo por recuperar la «comunidad de lazos, de recuerdos, de esperanzas, donde cada paso y cada tiempo tiene su sentido», tal y como concibiera Saint-Exupéry el ideal de un pueblo y de una sociedad.
Roberto Esteban Duque, sacerdote