La frase de Jesús “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21; Mc 12,17; Lc 20,25) se ha interpretado con razón como que la vida política tiene su autonomía propia, pero autonomía no significa independencia y por ello la vida política también debe regirse por los preceptos de la Ley de Dios y de la Ley Natural. Esto se entendió muy bien cuando tras las atrocidades nazis de la Segunda Guerra Mundial y a rebufo de sus horrores se publicó la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU del 10 de Diciembre de 1948. Veinte años más tarde, el hoy beato Pablo VI la calificó en una Carta al Presidente de la ONU de “precioso documento que ha sido presentado a toda la humanidad como un ideal para toda la comunidad humana”. El sistema político que mejor respeta los derechos humanos es la democracia, pero ésta no es una fórmula mágica y puede ser tan gravemente adulterada que llegue a abrir la puerta al totalitarismo.
En efecto, algunos afirman que si no se es agnóstico o relativista, no se es un verdadero demócrata, porque el pensar que hay una Verdad y un Bien objetivos imposibilita el diálogo sincero entre las personas. Para éstos “la libertad os hará verdaderos”, que es la antítesis de la frase evangélica “la verdad os hará libres” (Jn 8,32). Para un creyente, por el contrario, es la fidelidad a la verdad la que es garantía de libertad y de desarrollo humano integral. Los primeros buscan una libertad ilimitada, con plena autonomía moral, o sea poder obrar según el propio albedrío, desvinculado de toda norma, porque la dignidad de la persona humana exige que ésta no deba aceptar ninguna norma que le venga impuesta desde fuera, sino que sea ella misma quien determine libre y autónomamente lo que considera justo y válido. Hago lo que quiero, y soy yo quien decide. Pero como Dios no existe ni tampoco el Derecho Natural con su orden moral objetivo, tenemos que buscar en algún otro sitio los fundamentos de nuestra convivencia, porque si todos hacemos lo que nos da la gana es el caos. Por ello éstos opinan: “Como somos demócratas, el fundamento de todas nuestras leyes y de nuestra convivencia debe ser la voluntad popular”. ¿Y cómo sabemos cuál es la voluntad popular? “Pues muy fácil, lo que decida el Parlamento”. Con lo cual, evidentemente, ya no soy yo quien decide y mi libertad plena y total desaparece. Es curioso como los defensores de la libertad a ultranza acaban destruyendo la libertad que me requiere mandar en mí mismo para actuar con responsabilidad buscando el Bien y la Verdad. Todos sabemos además cómo funciona el Parlamento y que en los partidos no existe la libertad de voto y ni siquiera se admite la objeción de conciencia, porque en los Partidos los únicos teóricamente libres son el grupito de jefes, que, con frecuencia es uno solo, como hemos visto en el PP, cuando Rajoy ha dado luz verde al crimen del aborto, con lo que queda claro que el que manda manda y los demás a obedecer. ¿Pero esto no es totalitarismo? ¿Y en qué consiste éste? Veamos lo que nos dicen los Papas.
San Juan Pablo II, en su Encíclica “Centesimus Annus” nos lo definía así: “El totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación (hoy añadiríamos también sexo. La Encíclica es de 1991) los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás” (… ). “La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, ni el grupo, ni la clase social, ni la nación o el Estado”. (nº 44).
Está claro que “no puede haber verdadera democracia si no se reconoce la dignidad de cada persona y no se respetan sus derechos” (san Juan Pablo II, Encíclica “Evangelium vitae” nº 101). Entre éstos, hay algunos más fundamentales que otros, como “el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables” (Exhortación Apostólica de Benedicto XVI, “Sacramentum Caritatis” nº 83). Y es que “una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” (“Centesimus Annus” nº 46). Por cierto, estos valores que defienden los Papas se hallan contenidos en la Declaración de Derechos Humanos de 1948, mientras los relativistas intentan imponernos lo que ellos llaman nuevos derechos humanos, entre ellos el aborto y la ideología de género.
Pedro Trevijano, sacerdote