Cuenta Plutarco que cuando los samnitas, luego de ser derrotados, fueron donde Manius Curius, que en ese momento cocinaba nabos, a ofrecerle el dinero que poseían, el romano los miró y les dijo que no lo necesitaba. Que mientras tuviera dinero suficiente para cocinar el tipo de alimento que en ese momento preparaba, no tenía necesidad de él. Prefería, sin dinero y desde su condición de cónsul, ejercer influencia sobre quienes sí lo tenían.
Famosa es la historia de Lucius Quinctius Cincinnatus, quien fue llamado a comandar el ejército para salvar a Roma de sus enemigos ecuos y volscos. Se le entregó el poder por seis meses. En seis días derrotó a los enemigos. Volvió inmediatamente a su arado con el que preparaba su tierra para nuevas siembras. Rechazó la prolongación de su poder, rechazó los honores que le querían dar y rechazó cualquier recompensa económica.
Catón el Viejo, reconocido político romano, fue famoso por rechazar la decadencia que traía el exceso de bienes económicos a los cuales muchos de sus conciudadanos aspiraban, imitando el lujo del estilo helenístico. El prefería quedarse con las tradiciones de austeridad, de apego al trabajo, de servicio a la República sin mezcla de ambición personal.
Catón el Joven, por su parte, cuando fue nombrado Cuestor, se preocupó de estudiar intensamente para que las leyes en las que él tuviera injerencia fuesen buenas y eficaces. Son famosas sus leyes relativas a impuestos, de las que se preocupó casi con perfeccionismo de que fueran justas y, junto con ello, que causaran los beneficios que perseguían y no perjuicios imprevistos. Asistió a todas las sesiones del senado y estuvo atento a lo que en él se discutía, criticando fuertemente la ausencia de tantos y la irresponsable ligereza de otros en sus labores. También como Cuestor, persiguió a algunos que habían ocupado el cargo antes de él pero no para servir a Roma, sino para enriquecerse.
Los ejemplos de antiguos políticos romanos podrían multiplicarse. Creo que no es necesario hacer las aplicaciones comparativas con nuestra realidad ni sacar las lecciones que estos ejemplos pueden darnos a los chilenos del siglo XXI. Cada lector puede hacerlo sin necesidad de ayuda.
Sí permítanme decir dos cosas generales, por muy banales que sean. La primera: la política no puede practicarse sin que los políticos ejerciten ciertas virtudes (también los ciudadanos, pero eso queda para otra ocasión). La segunda: los sistemas políticos no pueden defenderse de la ausencia de virtud de los políticos. No hay sistema que aguante a políticos corruptos.
¿Qué hacer, entonces?
La respuesta a la pregunta debe considerar que lo que si pueden tener los sistemas políticos es un conjunto de instituciones que hagan más difíciles las crisis generales causadas por la carencia de virtud de los políticos. Esas instituciones son las que permiten el funcionamiento relativamente autónomo de las distintas sociedades particulares que están presentes en la mayor que es la política. Esas sociedades particulares nacen de divisiones territoriales: regiones, provincias, ciudades, barrios; o de la división de funciones: familia, comunidades profesionales, fabriles, científicas, artísticas, deportivas, religiosas, etc. En una sociedad el poder está bien distribuido cuando no se acumula todo en el gobierno central, sino cuando las sociedades particulares retienen el poder que requieren para desarrollar sus tareas.
El gran problema de Chile es que el sistema político concentra casi todo el poder en el gobierno central –incluyendo no sólo el ejecutivo, sino también el legislativo y judicial–, con el añadido de que, en los hechos, los únicos que pueden llegar a poseer ese poder son los partidos políticos que, entonces, se estructuran y se despliegan para obtenerlo. Para decirlo en términos simples, por un lado, el sistema político chileno centraliza de tal modo el poder que éste deviene casi necesariamente obnubilante o encandilante, impidiendo ver el bien común al cual debiera ordenarse. Por el otro lado, están los partidos que han llegado a ser la institucionalización de la obnubilación o encandilamiento. Hay que romper este esquema perverso. Hay que hacer que el poder sea más modesto y, con ello, también quienes aspiran a ejercerlo. Esto significa que lo que Chile necesita con urgencia es descentralizar la política, territorial y funcionalmente.
¿Por qué no un sistema político que, como entre los antiguos romanos, contiene un cursus honorum donde la llegada a cargos de mayor poder tiene como requisito haber cumplido satisfactoriamente la tarea en otros de menor importancia? Quizá –nada en estas materias es seguro– la obligación primera de trabajar por la patria chica –el propio barrio, la propia ciudad, etc.– conecte al político con los bienes para los cuales el poder existe –es decir, que le haga difícil obnubilarse o encandilarse– y así se disponga rectamente hacia ellos y desarrolle esas virtudes que le hagan apto para, luego, cuidar y dirigir la patria grande. La modestia del poder pequeño tiene más probabilidades –insisto, nada es seguro en estas materias– de arrinconar algo la ambición por el gran poder. De esa manera, también podrán aminorarse los males que la ambición lleva aparejada: mayor disposición a abandonar principios importantes por conseguir ventajas circunstanciales; mayor necesidad de dinero y, en consecuencia, mayor tendencia a hacer depender la política de los poderes económicos; por supuesto, mayor propensión a obtener ese dinero por medios ilegítimos; mayor inclinación a hacer de los fines medios y de los medios fines; mayor populismo por hacer del pueblo que se gobierna una masa multitudinaria; mayor descontrol en el ejercicio del poder por ausencia del control cercano que se da en las comunidades locales o en los grupos más pequeños; etc.
En nuestro paisaje no se ven políticos que, como los antiguos romanos, vayan a ser citados como ejemplo, no ya después de más de dos mil años, sino ni siquiera en la próxima generación. Pero eso no quiere decir que no existan en absoluto entre esos ciudadanos de a pie que hoy trabajan con esfuerzo, que no tienen más ambición que hacer lo suyo bien y honestamente, y que aunque dispuestos a usar del poder no les interesa instalarse en él. El problema de Chile es que el sistema político actual no permite que entren a escena, ni siquiera por pequeñas rendijas, esos ciudadanos virtuosos que están o podrían estar dispuestos no a servirse del poder, sino a servir con él el bien de la patria y de sus integrantes.