Queridos hermanos y hermanas: El miércoles, 25 de marzo, solemnidad de la Encarnación del Señor, celebramos también la Jornada por la Vida, instituida por nuestra Conferencia Episcopal en el año 2007.
Dos centenares de personas, casi todas ellas relacionadas con la Delegación diocesana de Familia y con los grupos que trabajan en nuestra Archidiócesis a favor de la vida, nos reuníamos en la iglesia colegial del Divino Salvador para celebrar la Eucaristía y pedir al Señor que vaya afianzándose en la sociedad el respeto por la vida y que todos rechacemos el aborto como un mal objetivo y un gravísimo desorden moral.
En esa tarde dábamos gracias a Dios por la Encarnación de su Verbo, porque Dios se ha hecho uno de nosotros para hacernos partícipes de su plenitud y su gracia. Al tomar un cuerpo, el Hijo de Dios enaltece la dignidad suprema del hombre creado por Dios en el paraíso. Al encarnarse, el Hijo de Dios dignifica la condición humana y se une a cada uno de nosotros, al ser humano no nacido, al enfermo terminal, al anciano decrépito y a la persona que padece cualquier deficiencia o malformación.
La Encarnación del Señor nos advierte de la gravedad de tantas amenazas como hoy se ciernen sobre la vida. A la plaga del hambre del Tercer Mundo, a la muerte de niños que sucumben a la desnutrición, a la falta de salubridad y medicamentos, se une el terrorismo, la violencia doméstica, los accidentes de tráfico, la muerte de trabajadores en el tajo, las drogas, que siegan tantas vidas jóvenes y, sobre todo, el drama del aborto, que se extiende entre nosotros como una marea negra y que a su gravedad intrínseca, por ser la eliminación voluntaria y querida de un ser humano, se une la tragedia de su aceptación acrítica por una parte de nuestra sociedad, en nombre del progreso y de la libertad de la mujer.
La Iglesia no cesa de proclamar que sólo Dios es Dueño de la vida. Por ello, ha condenado siempre los ataques contra la vida considerándolos como un gravísimo pecado contra Dios creador. De entre todos estos atentados contra la vida, el aborto reviste una mayor gravedad, por lo que el Concilio Vaticano II no dudó en calificarlo como «crimen abominable». La razón es su intrínseca malicia y la injusta y terrible indefensión que sufre quien debería recibir todos los cuidados de sus padres, de la sociedad y del Estado para poder ver la luz.
En el año 2014 se han practicado en España más de 120.000 abortos, que totalizan más de 1.750.000 desde que el Parlamento aprobara la ley que los permite. Por ello, la Iglesia exhorta a los cristianos y a aquellas personas de buena voluntad que quieran escucharle a tomar conciencia de la gravedad de este mal.
¿Y cuál es nuestro papel? Lo primero, no cruzarnos de brazos como si nada se pudiera hacer. Podemos actuar en nuestros ambientes como mensajeros y heraldos del Evangelio de la vida, como lo están haciendo loablemente muchos grupos, plataformas y asociaciones, confesionales o no. La experiencia nos dice que en muchos casos las posturas cercanas a la cultura de la muerte no son fruto de la mala voluntad sino del esnobismo, la irreflexión o la falta de formación. Abrir los ojos de aquellas personas con las que nos relacionamos y explicarles con fina pedagogía la gravedad intrínseca del aborto o de la eutanasia es un camino magnífico para afianzar una cultura que respete, promueva y acoja la vida, toda vida, desde su concepción hasta su ocaso natural.
Aquí tienen los sacerdotes, padres de familia, catequistas, educadores y profesores de Religión un importante quehacer: ayudar a los jóvenes a moldear una conciencia cada vez más respetuosa con el don de la vida, pues hoy existe el peligro cierto de confundir el bien y el mal, lo legal y lo moral.
Pero además es preciso que todos ayudemos a las madres en dificultades para que ni una sola acuda al procedimiento letal de sofocar la vida que lleva en sus entrañas. La Iglesia es el «pueblo de la vida» y el «pueblo para la vida». Con mirada contemplativa, todos hemos de reconocer en la vida un don precioso, una realidad sagrada sobre la que nadie tiene derecho a disponer.
Con todo, el medio más eficaz es la oración. Por ello, las parroquias y comunidades cristianas deben encomendar cada día al Dios creador y amante de la vida que libre a nuestra sociedad del flagelo del aborto. El Señor nos invita a orar siempre, sin desfallecer (Luc 18,1). Él nos dice también: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá” (Luc 11,9). Pidamos al Señor con insistencia que florezca en nuestra sociedad un respeto creciente por el don sagrado de la vida y que llegue el día en que el aborto sea suprimido de nuestras leyes.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla