A los católicos, en este tiempo de fuerte ofensiva laicista, se nos suele echar en cara que la Iglesia no aceptó plenamente uno de los derechos humanos fundamentales, el de la Libertad Religiosa, hasta que el Concilio Vaticano II así lo hizo, y no sólo eso, sino que ese derecho había sido condenado por la Iglesia, y más concretamente por Pío IX, en su “Syllabus” de 1864.
Se trata de una objeción seria, que muchos Padres Conciliares también tenían. No nos extrañe por ello que la Comisión que elaboró el documento sobre la Libertad Religiosa, escribiese al final del tercer período conciliar, el siguiente texto, que fue posteriormente suprimido, por ser considerado más propio de los estudios teológicos que de un documento conciliar. Pero creo que este escrito aclaró muchas dudas e incluso hoy en día, sigue siendo útil y por eso lo reproduzco:
“2. Cuestión histórica. Es evidente que la libertad religiosa no se considera hoy del mismo modo que en otros tiempos. Ciertamente en el siglo diecinueve empezó a prevalecer, en muchas naciones, la ideología religiosa llamada laicismo. Se apoyaba en la concepción racionalista de la absoluta autonomía individual de la razón humana, según la cual el hombre es ley para sí mismo y no está en modo alguno sujeto a Dios (ver esta proposición del Sílabo en Denzinger nº 1703). De esta concepción filosófica se derivó una cierta noción de libertad religiosa, en la que subyacía un absoluto relativismo e indiferentismo en cuestión religiosa (Denzinger nº 1715). La Iglesia reprobó este concepto de libertad religiosa y su premisa filosófica. Este concepto no puede ponerse de acuerdo con la dignidad humana, que principalmente consiste en esto, en que el hombre, hecho a imagen de Dios, conozca al Dios vivo y verdadero y le sirva sólo a Él.
Además junto con la concepción filosófica del laicismo se unía la concepción política de la omnipotencia del estado también en la cuestión religiosa (Denzinger nº 1739). Apoyados en esta concepción, no pocos gobernantes de entonces establecieron un régimen legal de libertad religiosa, por el que la Iglesia Católica era incluida por el estado en el mismo orden temporal, de tal modo que estuviese sometida al omnipotente poder del estado. La Iglesia reprobó este régimen y su premisa política, porque violan gravísimamente la originaria libertad de la Iglesia, Además no puede ponerse de acuerdo con la libertad del hombre en la sociedad la afirmación de la total autonomía del poder público, con el que se conecta íntimamente el totalitarismo actual.
Estas condenaciones, hechas hace tiempo, hoy permanecen íntegras e inmutables. Cambian sin embargo los tiempos y las ideologías. Porque en nuestros tiempos esta clase de racionalismo, propio del siglo décimo noveno, dejó paso a más graves errores. El mayor, el totalitarismo del estado, que deja indefensa a la libertad humana, empezó a prevalecer en muchas regiones del mundo. Además la Iglesia, ante los nuevos problemas que surgen y se perciben, de los principios que siempre permanecen, desarrolla continuamente una más amplia doctrina sobre los asuntos sociales y civiles, sacando de su tesoro cosas nuevas y antiguas. En esta doctrina se afirma cada día más firmemente que la persona es y debe ser el fundamento, fin y sujeto de toda la vida social. Asimismo se pone a la luz que el hombre, en cuanto es persona, tiene los deberes y goza de los derechos que surgen de su propia naturaleza. Esto vale para todas las partes de la vida y actividad humana, pero principalmente en aquéllas que hacen referencia a la religión. También se afirma cada vez más claramente que el principal deber de los poderes públicos consiste en asegurar, honrar y defender los derechos naturales de todos los ciudadanos.
Con el transcurso de la historia ha surgido una cierta nueva cuestión sobre la libertad religiosa. Porque hoy se trata de cuidar y conservar la dignidad de la persona humana y por tanto de proteger eficazmente sus derechos, de los que el primero es el derecho del ser humano a estar en lo religioso libre de coacción, especialmente por parte de la autoridad pública”.
Recuerdo que este texto no es un texto que haya sido aprobado por el Concilio. Pero sí me parece que puede iluminarnos.
Pedro Trevijano, sacerdote