El próximo 8 de septiembre celebramos la natividad de la Santísima Virgen María y en Asturias, lo hacemos bajo la advocación de la Virgen de Covadonga: la Santina. Cuando por aquello de las autonomías hubo que decidir cuál sería el día más apropiado para los festejos del Día de Asturias, resultó sencillo hacer coincidir la celebración patriótica con la fiesta de la Santina.
Covadonga es el origen del Reino de Asturias, el primer reino cristiano en hacer frente a la invasión del Islam. Independientemente de que los historiadores tiendan a quitarle importancia a la batalla de Covadonga y a reducirla a una pequeña escaramuza, este episodio bélico tiene el valor mítico de la fundación de una nación. Covadonga representa el triunfo de la cruz frente a la media luna; la defensa de los principios cristianos y de su civilización frente a un Islam invasor que intentó imponer a sangre y fuego – como hoy lo hacen los salvajes del Estado Islámico en Irak – sus creencias, sus leyes y sus tradiciones. Y los asturianos dijimos no. Y la sangre de nuestros antepasados contribuyó a la expulsión de los musulmanes de nuestra tierra. Por algo la Cruz de la Victoria es la bandera de Asturias. Y por algo Asturias es la cuna de España.
La España del siglo VIII era un reino dividido por las luchas intestinas y la corrupción. De hecho, la invasión musulmana apenas contó con resistencia y en pocos años, la ocupación de la Península fue prácticamente total. No parece que los hispano-visigodos estuvieran muy por la labor de hacer frente al dominio islámico.
Han pasado los siglos y la historia parece repetirse: según una encuesta reciente, al parecer sólo el 16 % de los españoles estaría dispuesto a defender España. La corrupción, la división en diecisiete mini-estados, el sectarismo partidista, el desarme moral, la ausencia de principios, el cáncer de los nacionalismos secesionistas… Todo ello pone en peligro el futuro de España.
Claro está que siempre habrá quien se alegre. No faltan en nuestro país los supuestos intelectuales – en realidad gilipollas burgueses pijoprogres – que añoran el Al-Ándalus musulmán. Los pijoprogres de turno no se cansan de predicar las glorias del califato, su ciencia, su cultura y su arte refinado frente a los bárbaros cristianos del Norte. Estos tontos del culo parecen ignorar que sin la Reconquista no existiría la literatura española; ni la pintura de nuestros grandes artistas – Velázquez, Goya, Picasso… No tendríamos la catedral de Burgos ni la Universidad de Salamanca. Tampoco habríamos descubierto América ni habríamos extendido el español por medio mundo ni habríamos evangelizado los territorios conquistados. Añorar Al-Andalus es simplemente una mentecatez de cretinos y traidores. España es lo que es – el mundo es lo que es – porque los cristianos españoles lucharon durante más de setecientos años para liberar nuestras tierras del dominio islámico y de la ley coránica y para extender la cultura española y la fe cristiana por medio mundo. Renegar de nuestra historia, de nuestra cultura y de nuestra fe no es otra cosa que una traición a nuestros antepasados, a nuestra patria, a nuestras tradiciones, a nuestra cultura y a nuestra manera de ser en el mundo.
Supongo que los estúpidos que babean con Podemos estarían encantados con una España musulmana: pues que se vayan a Marruecos o a Arabia Saudita. Porque el rojerío patrio babea con el Islam porque ya se sabe que ambos tienen un enemigo común: la cultura cristiana. Ambos odian la Cruz y eso une mucho. Las feministas, que se despelotan en las catedrales y ponen a caer de un burro a los obispos, callan como muertas ante las atrocidades de los ayatolás que imponen el burka a las mujeres; ante la Sharia y la lapidación de las adúlteras, las mutilaciones a los ladrones y la horca a los homosexuales; o ante los yihadistas que cortan cabezas en Irak. Ni una palabra sobre Pakistán, Arabia Saudita, Qatar, Marruecos, Argelia… Los malos son los occidentales, especialmente los Estados Unidos. La cruz les ofende en los colegios o en los hospitales, pero de la barbarie yihadista ni una palabra, ni una manifestación, ni una triste pancarta. Nada.
Claro que en un país donde llevamos años educando a los niños en el desprecio a España y a su historia, en la no violencia gandhiana, en el multiculturalismo y en el pacifismo bobalicón, ¿qué vamos a esperar? Los terroristas islamistas se parten de risa y afilan los cuchillos para cortar cabezas: las nuestras, claro. Al-Qaeda, los ayatolás de la República Islámica de Irán con su programa nuclear, los de Hamás, los asesinos del grupo terrorista del Estado Islámico de Irak y Siria, las teocracias de Arabia… todos ellos estarán encantados de que España vuelva a ser Al-Andalus. Algunos ya han anunciado que en cinco años cuentan con conquistar España y Portugal.
Para un cristiano, el martirio es signo de santidad. Nada hay más glorioso que morir por la fe en Cristo. Pero eso no significa que seamos masoquistas ni suicidas ni cobardes. Frente a la guerra santa del Islam, los cristianos defendemos el concepto de guerra justa. No podemos permanecer de brazos cruzados mientras los asesinos bárbaros decapitan a nuestros hermanos en nombre del Dios del Islam. Cuanto más tiempo tarden las potencias occidentales en reaccionar contra estas bestias, más se crecerán. Resulta oportuno traer aquí el histórico discurso de Benedicto XVI ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el 18 de abril de 2008:
«Todo Estado tiene el deber primario de proteger a la propia población de violaciones graves y continuas de los derechos humanos, como también de las consecuencias de las crisis humanitarias, ya sean provocadas por la naturaleza o por el hombre. Si los Estados no son capaces de garantizar esta protección, la comunidad internacional ha de intervenir con los medios jurídicos previstos por la Carta de las Naciones Unidas y por otros instrumentos internacionales. La acción de la comunidad internacional y de sus instituciones, dando por sentado el respeto de los principios que están a la base del orden internacional, no tiene por qué ser interpretada nunca como una imposición injustificada y una limitación de soberanía. Al contrario, es la indiferencia o la falta de intervención lo que causa un daño real».
La defensa de la dignidad de todo ser humano justifica el uso de los medios jurídicos y, si es preciso, de los medios militares necesarios. Nadie quiere la guerra. No es deseable el uso de las armas porque siembre habrá víctimas inocentes. Pero a veces, no hacer nada es peor. Cuando se quiere imponer el Islam por la fuerza y a base de cortar cabezas, las naciones occidentales tienen el derecho y la obligación de intervenir y poner freno a la barbarie. Si no los hacemos, el terror se extenderá como una mancha de aceite, porque estos no van a dejar de asesinar si no se les para los pies. La paz de quien claudica ante el invasor, ante el traidor o ante el bárbaro terrorista es la paz de los cementerios. Valdría aquí la célebre frase: «es mejor morir de pie que vivir de rodillas».
Todo país tiene el derecho y el deber de defenderse ante el invasor, ante quien pretende la secesión de parte de su territorio saltándose a la torera las leyes o ante quien atenta contra la vida, la libertad y la dignidad de sus ciudadanos. El patriotismo es una virtud. El desprecio a la propia tierra, el secesionismo, la traición, el terrorismo son males que deben combatirse con la ley y con el uso de la fuerza cuando sea preciso. Covadonga nos enseña la lección de un pueblo que no se doblegó ante el Islam invasor – tan civilizado y culto como los yihadistas que hoy cortan cabezas en Irak. Los cristianos optaron por la guerra con tal de defender su fe, su civilización, su cultura y su territorio. Y esa fue una guerra justa. No olvidemos las lecciones de la Historia. Europa no debe abdicar de sus principios, de su cultura, de su civilización. No podemos renunciar a nuestras libertades ni a nuestra dignidad con una actitud cobarde y timorata ante los criminales bárbaros. Civilización o barbarie: esa es la cuestión.
Que la Santísima Virgen María proteja y ampare a nuestros hermanos perseguidos y martirizados y que Nuestro Señor les conceda la gloria a quienes hoy siguen muriendo por su fe.
Pedro Luis Llera Vázquez