«El enviar a los hombres al descanso antes de cumplir los cincuenta y cinco o los sesenta años no me parece razonable», así se manifestaba Montaigne en sus Ensayos considerando que todos los ciudadanos debían seguir firmes en su trabajo mientras pudieran ser útiles al Estado. El humanista francés destacaba los pocos años que tenían grandes forjadores universales de la politica en el momento que se lanzaron a la conquista de la historia pero que su edad más avanzada fue la indispensable para gozar y administrar lo que habían sabido traer al mundo. ¿Alguien se imagina cerrando el paso al emperador Carlos V o al rey Francisco I por su excesiva juventud en el momento de asumir su destino majestuoso en la crónica de la humanidad? ¿Alguien puede suponer una jubilación anticipada para Isabel I de Inglaterra o Felipe II de España, que vivieron la última década de sus reinados, cumplidos ya los sesenta años?
Por ello, resulta tan irritante esa ofensiva, solo en apariencia regeneracionista, que encara la mejora de la política mediante criterios, que parecen más inspirados en las cajas de reclutamiento militar o la organización de competiciones deportivas que en la calidad humana, la honradez y la grandeza de miras exigibles a quienes habrán de sacarnos del atolladero en que se encuentra España. Ni la quiebra del prestigio de nuestras instituciones, ni la frivolidad con que se han calcinado normas esenciales de nuestra conducta cívica en estos últimos años podrán resolverse con una mera operación de rejuvenecimiento. No resulta, pues, extraño, que en esta misma página hayan aparecido quejas y reflexiones sobre esta tendencia que, con singular destreza calificativa, Manuel Olivencia llama «efebocracia».
Porque, en efecto, esa gratuita superioridad moral atribuida al hecho pasajero de ser joven, habría jubilado a buena parte de las figuras políticas que reconstruyeron nuestro continente, víctima de un obsceno radicalismo justificado por la necesidad de una higiene rejuvenecedora y devastado tras dos guerras mundiales. Lo que hace casi cien años se exaltaba como más auténtico simplemente porque era más irracional y proclive a la violencia, correspondía a la lógica de una época mezquina, en la que el heroísmo se confundió con la grandeza y la sensatez se identificó con la carencia de principios o, peor aún, con la falta de coraje para defenderlos.
Ya sabemos cómo acabó ese elogio de la locura. Sin embargo, en los años posteriores a aquella demencia, nuestra civilización se armó con recursos que nada tenían que ver con la injusta condena o la estúpida fascinación por la juventud. Antes, al contrario, buscó afanosamente los rasgos de excelencia en las biografías de aquellos a quienes confiaría lo que había quedado de nuestra cultura tras el extravío de la razón. Y seamos prudentes al echar la vista atrás, para poder comparar a los jóvenes que asumieron responsabilidades en aquel tiempo difícil con quienes se presentan ahora exhibiendo, como primer mérito de su curriculum la pintoresca hazaña de haber nacido más tarde que otros. Comparemos con algunos que hablan de jubilaciones de sus adversarios políticos, a un Mitterrand ministro de la IV República francesa a los treinta años, pero presidente de la V hasta rozar los ochenta.Comparemos con ellos a Giorgio Napolitano, diputado comunista por Nápoles a los veintiocho años, y reelegido presidente de la República sesenta años después, por su exquisita prudencia al hacer frente a la crisis de la democracia italiana.
Lo más preocupante, con todo, no es la deriva mental de personajes como estos que creen que no haber hecho nada en la vida es un mérito a considerar, confundiendo la ausencia de experiencia con una especie de falta de antecedentes penales. Lo más alarmante es que manifiestan, a las claras, la grave pérdida de rigor intelectual de la política en estos años lamentables. El culto a la juventud es el producto más visible del desguace de la tradición, la muestra rotunda de una crisis alimentada en la sugestión por lo efímero, el temor al esfuerzo constante y el desprecio por la complejidad intelectual. Es la sobrevaloración de la circunstancia pasajera y el desdén por los fundamentos perdurables. Es el prestigio de la simplicidad de los discursos adaptados a las tecnologías de la comunicación y la devaluación del saber que exige reposo, tiempo y sedimentación para poder alzarse sobre argumentos sólidos y elaboración rigurosa.
Que nadie se equivoque. No estamos ante la llegada de jóvenes que se abren paso con una inteligencia abrumadora y un vigor creativo excepcional. Su propia demanda de la jubilación de quienes han alcanzado la plenitud de su experiencia en el servicio público los desautoriza y delata. No quieren compartir su edad, hacerla parte de un encuentro fecundo entre generaciones, sino romper con las otras, destituirlas, decretar su caducidad y enviarlas al desguace. Que no sorprenda esto, en un tiempo en que la moda es preferible a la certeza, lo banal a lo difícil y la diversión ocupa el lugar de la felicidad.
No me preocupa que los jóvenes lleguen a demandar un lugar en la primera fila de la política: no han dejado de hacerlo y de lograrlo desde que se inició la historia de Occidente. Lo que me preocupa es que tal demanda, al contrario de lo que indicaba la prudencia de Montaigne, no obedezca más que a la pérdida de un sentido de perennidad sin el que nuestra civilización quedará a la intemperie. Con razón, un heterodoxo a quien nadie podrá reprochar desinterés por las esperanzas de la juventud, Pier Paolo Pasolini, escribió, en un artículo durísimo, que mostraba su viva preocupación por la pérdida de raíces de la cultura nacional italiana: «La condena radical e indiscriminada que han pronunciado contra sus padres –que son historia en evolución y la cultura precedente - levantando una barrera infranqueable, ha acabado por aislarles. El aislamiento en el que se han encerrado los ha retenido en una realidad histórica que irrefrenable e inevitablemente ha conducido a una regresión.»
Pasolini escribió estas palabras en enero de 1973, con una aguda conciencia de lo que podía llegar a ser el culto posmoderno a la estética, a la superficialidad, a la inmediatez. A nuestra perplejidad por lo que ocurre, debemos sumar la esperanza de una solución. Difícilmente se producirá en el estricto terreno de una política que parece enorgullecerse de carecer de ideología. Difícilmente se dará en liderazgos convencidos de que solo podrán remontar el vuelo llevando escaso lastre de saber. No hallará espacio en este simplismo incívico donde habita el olvido. Habrá de encontrarse en nuestra conciencia de una tradición, en el respeto a nuestro carácter de seres que adquieren significado en un largo proyecto de continuidad y regeneración. En la denuncia de lo que no es ya jubilosa exaltación de la juventud, sino repudio amargo de la plenitud de la vida social, temor a la integración de las experiencias diversas. En la denuncia del miedo, un miedo atroz, a lo que siempre hemos llamado madurez.
Fernando García de Cortázar
Publicado originalmente en la Tercera de ABC, 3 de septiembre de 2014