[1] «Me gustarían muchísimo más los bailes», dijo Caroline Bingley, «si fueran de otra manera... Sería mucho más racional que lo principal en ellos fuera conversar y no bailar». «En verdad, mucho más racional», replicó Mr. Bingley, su hermano, «pero no serían ni de lejos un auténtico baile»[2]. Esto, se nos dice, hizo callar a la niña; pero se podría sostener que Jane Austen no le permitió a Mr. Bingley exponer su punto de vista con toda la fuerza del caso. En realidad, Mr. Bingley debiera haber contestado con un distingo. En un sentido, la conversación es más racional porque ella permite ejercitar sólo la razón, cosa que el baile no hace. Pero no hay nada irracional en ejercitar otras facultades aparte de la razón. En ciertas ocasiones y para ciertos fines, la verdadera irracionalidad consiste en no ejercitarlas. Aquel que quisiera domar un caballo o escribir un poema o engendrar un hijo mediante puros silogismos, actuaría irracionalmente, aunque el construír silogismos sea en sí mismo una actividad más racional que las requeridas para esos otros propósitos. Resulta racional no razonar, o no limitarse a ello, en determinadas ocasiones, y mientras más racional es el individuo, más se da cuenta de ello.
Estas reflexiones no tienen por objeto contribuír a la crítica de «Pride and prejudice», sino que me vinieron a la mente al oír que había quienes aconsejaban a la Iglesia de Inglaterra declarar que las mujeres son capaces de recibir la ordenación sacerdotal. Se me ha dicho que es muy improbable que las autoridades consideren seriamente esta idea. El dar en este momento un paso tan revolucionario, el cortar los lazos con nuestro pasado cristiano y el ampliar las divisiones entre nosotros[3] y las otras iglesias cristianas por ordenar sacerdotisas, constituiría un ejemplo casi desvergonzado de imprudencia. Y la propia Iglesia de Inglaterra se vería hecha pedazos a causa de ello. Mis preocupaciones con esta propuesta son de un carácter teórico: el problema implica algo mucho más hondo que una «revolución con orden».
Siento mucho respeto por quienes desean que las mujeres sean sacerdotisas. Me parece que son gente sincera, piadosa y sensible. En realidad, son demasiado sensibles, en cierto modo. Y es ahí donde mi diferencia con ellos se parece a la que separaba a Mr. Bingley de su hermana. Me siento tentado de decir que la propuesta en cuestión nos haría mucho más racionales, «pero no seríamos ni de lejos una auténtica Iglesia».
A primera vista, toda la racionalidad (en el sentido de Caroline Bingley) está de parte de los innovadores. Nos hacen falta más sacerdotes. Hemos descubierto, en todas las profesiones, que las mujeres pueden hacer muy bien cosas que antes se suponía que sólo los hombres podían hacer. Ninguno de aquéllos que se oponen a la mencionada propuesta sostiene que las mujeres son menos capaces que los hombres de tener piedad, celo, cultura y las demás cualidades necesarias para el oficio pastoral. Así, pues, ¿qué cosa, aparte de los prejuicios engendrados por la tradición, es lo que nos impide usar las enormes reservas que podríamos volcar en el sacerdocio si admitiéramos a las mujeres, como ha ocurrido en tantas otras profesiones en que ellas se encuentran en un pie de igualdad con los hombres? Frente a este aluvión de sentido común, los que se oponen a la idea (entre ellos muchas mujeres) no pueden contestar sino con un desagrado vago, una sensación de incomodidad que ellos mismos encuentran difícil de analizar.
El que semejante reacción no brota de un desprecio por las mujeres resulta, me parece, muy claro a partir de la historia. La Edad Media llevó su reverencia por una Mujer hasta el punto de que podría quizá denunciarse que la Virgen Bendita llegó a ser considerada casi como «la cuarta Persona de la Trinidad». Pero, según creo, jamás en aquellos tiempos se le atribuyó algo ni remotamente parecido al sacerdocio. Toda la historia de la salvación pendía de la decisión que Ella expresó con su «He aquí la esclava»; estuvo unida durante nueve meses, en una intimidad inconcebible, con el Verbo eterno; estuvo de pie junto a la cruz. Pero no estuvo presente en la Ultima Cena, ni en el momento de la venida del Espíritu Santo[4]. Así lo registra la Escritura. Y no se puede escamotear esto diciendo que, en la situación de tiempo y lugar en que Ella vivía, las mujeres estaban condenadas al silencio y a la vida privada. No: había mujeres predicadoras. Cierto hombre tenía cuatro hijas, todas las cuales «profetizaban», es decir, predicaban[5]. Y hubo profetisas incluso en el Antiguo Testamento. Profetisas, no sacerdotisas.
En este punto de la discusión, el reformador corriente y sensible preguntará por qué, si las mujeres pueden predicar, no pueden realizar el resto de las actividades de un sacerdote. Semejante pregunta aumenta, en sus oponentes, la incomodidad. Comenzamos a sentir que lo que realmente nos separa de nuestros adversarios es una diferencia en el sentido que ellos y nosotros damos al término «sacerdote». Mientras más y mejor hablan de la competencia de las mujeres en la administración, de su tacto y sensibilidad como consejeras, de su natural talento para «acompañar», tanto más nos damos cuenta de que se está escamoteando el punto central. Para nosotros, un sacerdote es primordialmente un representante -un doble representante: de nosotros ante Dios y de Dios ante nosotros. En ciertas ocasiones el sacerdote nos da la espalda y se vuelve hacia el Oriente: habla a Dios por nosotros. En otras ocasiones se da vuelta hacia nosotros y nos habla de parte de Dios. No tenemos objeciones a que una mujer realice la primera de estas acciones; toda la dificultad surge respecto de la segunda. Pero ¿por qué? Ciertamente no se trata de que la mujer sea necesariamente, ni probablemente, menos santa o menos caritativa o más tonta que el hombre. Desde estos puntos de vista, ella puede parecerse tanto a Dios como un varón. Y en el caso de ciertas mujeres, mucho más que ciertos varones. El sentido en que una mujer no puede representar a Dios quedará más claro si miramos el asunto al revés.
Supongamos que el reformador cesa de decir que una mujer buena puede asemejarse a Dios, y que comienza a decir que Dios se asemeja a una mujer buena. Supongamos que sostiene que bien podríamos rezar a la «Madre Nuestra que estás en los cielos» tanto como al «Padre Nuestro». Supongamos que sugiere que la Encarnación pudo haberse realizado tanto en la forma de mujer como de varón, y que la Segunda Persona de la Trinidad pudiera ser llamada tanto Hija como Hijo de Dios. Supongamos, por último, que el matrimonio místico fuera puesto al revés, es decir, que la Iglesia fuera el Novio y Cristo la Novia. Todo esto, en mi opinión, va implicado en la idea de que una mujer puede representar a Dios lo mismo que un sacerdote.
Ahora bien, es seguro que si aceptáramos todas estas suposiciones, estaríamos en presencia de una religión diferente. Por cierto, ha habido Diosas que han sido adoradas, y muchas religiones tienen sacerdotisas. Pero se trata de religiones muy diferentes en carácter de la cristiana. Dejando de lado el problema de la incomodidad, o aun del horror, que nos causa la idea de poner todo nuestro lenguaje teológico en género femenino, el sentido común se pregunta «¿Y por qué no? Puesto que Dios no es, de hecho, un ser biológico y carece de sexo, ¿qué importancia tiene que digamos El o Ella, Padre o Madre, Hijo o Hija?».
Con todo, los cristianos creemos que Dios mismo nos ha enseñado cómo hay que hablar de El. Decir que el asunto no tiene importancia equivale a decir o bien que la imaginería masculina no es inspirada sino de origen meramente humano, o bien a decir que, aunque inspirada, resulta completamente arbitraria y no esencial. Y esto es, por cierto, algo que no se puede aceptar, o, si resulta aceptable, es un argumento no en favor de las sacerdotisas sino en contra del Cristianismo. Además, es algo que se basa ciertamente en una concepción superficial de lo que es la imaginería. Sin pensar ahora en la religión, sabemos, por nuestra experiencia poética, que imagen y comprensión se funden mucho más íntimamente que lo que el sentido común quiere admitir. Un niño al que se le ha enseñado a rezar a una «Madre que estás en los cielos» tendrá una vida religiosa radicalmente diferente de la de un niño cristiano. Y tal como la imagen y la comprensión forman una unidad orgánica, así también ocurre con el cuerpo humano y el alma humana.
Los innovadores implican que el sexo es algo superficial, irrelevante para la vida espiritual. Decir que hombres y mujeres son igualmente aptos para determinada profesión equivale a decir que, para los efectos de esa profesión, su sexo es irrelevante. En ese contexto tratamos a hombres y mujeres como neutros. A medida que el Estado crece como una colmena o un hormiguero, necesita de un mayor número de operarios que puedan ser tratados como neutros. Ello puede ser inevitable en nuestra vida secular. Pero, en nuestra vida espiritual, debemos regresar a la realidad. En este terreno no somos unidades homogéneas, sino que órganos diferentes y complementarios de un cuerpo místico. Lady Nunburnholme ha expresado que la igualdad de hombres y mujeres es un principio cristiano. No recuerdo ningún texto de la Escritura, ni de los Padres, ni de Hooker, ni del Prayer Book que lo diga así; pero no me interesa ese punto por ahora. El punto es que a menos que «igual» signifique «intercambiable», dicha igualdad no contribuye en nada a la causa del sacerdocio para las mujeres. Y el tipo de igualdad que implica que los iguales son intercambiables (como fichas o máquinas idénticas) es, en el caso de los seres humanos, una ficción legal. Puede ser una ficción legal útil, pero en la Iglesia prescindimos de las ficciones. Uno de los fines para los que fue creado el sexo fue el simbolizar para nosotros aspectos ocultos de Dios. Una de las funciones del matrimonio humano es expresar la naturaleza de la unión entre Cristo y la Iglesia. No tenemos derecho para tomar las figuras vivas y pletóricas que Dios ha pintado en la tela de nuestra naturaleza y cambiarlas de lugar, como si fueran meras figuras geométricas.
Esto es lo que el sentido común denomina «místico». De acuerdo. La Iglesia proclama ser la portadora de una revelación. Si esa proclamación es falsa, entonces lo que hace falta no es sacerdotisas sino abolir el sacerdocio. Y si es verdadera, entonces debiéramos esperar encontrar en la Iglesia un factor que los no creyentes llamarán irracional y los creyentes, suprarracional. Debiera haber en Ella algo opaco para nuestra razón, aunque no contrario a ésta, tal como los hechos del sexo y del significado son opacos en el ámbito de lo natural. Y éste es el verdadero problema. La Iglesia de Inglaterra podrá seguir siendo Iglesia sólo si conserva ese factor opaco. Si lo abandonamos, si retenemos sólo aquello que puede ser justificado, ante el tribunal del sentido común ilustrado, sobre la base de la prudencia o de la conveniencia, entonces estaremos abandonado la revelación por aquel viejo esperpento de la «religión natural».
Es doloroso, cuando se es varón, tener que afirmar este privilegio, o carga, que el Cristianismo pone sobre los hombros de nuestro sexo. Estoy abrumadoramente consciente de cuán ineptos somos, la mayoría de nosotros, con nuestras individualidades reales e históricas, para asumir esas funciones preparadas para nosotros. Pero, en el ejército el antiguo adagio dice que se saluda al uniforme, no a quien lo porta. Sólo quien lleva el uniforme de varón puede (provisionalmente, hasta la segunda venida de Cristo), representar al Señor en la Iglesia: y esto porque somos todos, corporativa e individualmente, femeninos para El. Nosotros los varones podremos frecuentemente ser malos sacerdotes, y ello se debe a que somos insuficientemente masculinos. Lo cual no se remedia con llamar al sacerdocio a quienes no son en absoluto masculinos. Determinado hombre puede ser un muy mal marido; pero no se puede solucionar el problema cambiando los roles. El varón puede resultar una mala pareja en el baile: la solución es que los varones asistan más diligentemente a clases de baile, y no que de ahora en adelante se ignore en las salas de baile las diferencias de sexo y que se trate a todos los bailarines como neutros. Tal cosa, por cierto, sería eminentemente sensible, civilizada e ilustrada; pero, de nuevo, «no sería ni de lejos un auténtico baile».
Este paralelo entre la Iglesia y el baile no es tan antojadizo como se podría pensar. La Iglesia debiera ser más como un baile que como una fábrica o un partido político. O, para decirlo más apropiadamente, fábrica y partido político están en la circunferencia y la Iglesia en el centro, en tanto que el baile está a medio camino. La fábrica y el partido político son creaciones artificiales -son sólo lo que el impulso humano puede hacer de ellos. En ellos no encontramos a los seres humanos en su concreta plenitud, sino sólo en cuanto «mano de obra» o «votos». Por cierto, no uso el término «artificial» en ningún sentido peyorativo: estos artificios son necesarios. Pero porque son artificios nuestros, podemos en ellos cambiar, borrar y experimentar como queramos. En cambio, el baile existe para estilizar algo que es natural y que se refiere a los seres humanos completos, el cortejo. No podemos aquí cambiar o interferir tanto. Con la Iglesia estamos todavía más cerca del centro: aquí no manejamos al varón y la mujer solamente como hechos de la naturaleza, sino que los enfrentamos como sombras vivas y misteriosas de realidades que están infinitamente fuera de nuestro manejo y muy lejos de nuestro conocimiento directo. Más todavía: no las manejamos sino que, como nos daremos cuenta apenas queramos manipularlas, somos manejados por ellas.
Traducido por Agusto Merino Medina
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[1] Este artículo fue escrito por Lewis en 1948.
[2] Escena tomada de la novela «Pride and prejudice» de Jane Austen, cap. 11.
[3] Hay que recordar que Lewis fue anglicano.
[4] La mayoría de los exégetas católicos no está de acuerdo con esto.
[5] Ver Hechos de los Apóstoles 21, 9.
Publicado originalmente en la revista Humanitas
Reproducido por el blog Bensonians, con esta Nota:
Ahora no solamente tendrán «sacerdotisas», sino que también «obispesas» o cómo quiera que se escriba. La iglesia de Inglaterra va de mal en peor y viendo este panorama uno se pregunta si C.S. Lewis seguiría siendo anglicano si estuviera vivo. Según se lee en este ensayo suyo traducido hace unos años en la Revista Humanitas y que copio íntegramente, creo que no.