En cierta ocasión un grupo de sacerdotes hablamos sobre qué cosas había en nuestra Religión que pudiesen llamar favorablemente la atención a los de fuera de la Iglesia. Y nos pusimos de acuerdo que una de ellas era ciertamente la primera Comunión de los niños. La semana pasada tuve la Primera Comunión de una sobrina nieta y viendo su alegría, sus nervios, su devoción, su felicidad, no pude por menos de recordar aquella conversación. Pero si es conmovedor ver la fe con la que tantos niños reciben a Jesús, no nos olvidemos de que también Jesús se encuentra especialmente a gusto con ellos: «Dejad que los niños se acerquen a mí» (Mc 10,13); Mt 19,14; Lc 18,16).
Por supuesto que la mejor oración que todos nosotros, incluidos los niños, podemos hacer, es recibir a Jesús en la Comunión. Si cualquiera de nosotros se sentiría profundamente conmovido de recibir en nuestra casa al Papa o a cualquier persona que sea objeto de nuestra admiración, es indudable que para una persona que tenga fe, el recibir a Dios hecho Hombre en nuestro interior, debiera ser mucho más.
Pero la primera Comunión de los niños lleva consigo una serie de consecuencias. Bastantes padres son conscientes de que no puede quedarse en un acto aislado, en el que además prima lo mundano sobre lo religioso, sino que es un momento muy importante para la profundización en una fe en la que ellos son o deben ser los principales y mejores educadores, siendo necesaria una catequesis continuada con la que tienen que colaborar, incluso como actores principales, porque está en juego la educación religiosa de sus hijos y, además, porque no es lógico decirle al hijo que tiene que ir a Misa, quedándose ellos en casa. La asistencia en familia a la Misa dominical es una forma excelente de testimonio. Y es que la familia juega un papel importante porque es el lugar en el que los hijos se inician en la fe y en los hábitos de vida cristiana. La fe se transmite en los hogares y se fortalece a través de la oración y de la práctica cristiana. Unos padres creyentes que estimen, vivan y practiquen su fe deben intentar, por puro sentido común, que también sus hijos vivan y participen de lo que para ellos es un gran valor: su fe.
El inicio del cristianismo es un encuentro de fe con la persona de Jesús (cf. Jn 1,35-39). La mejor riqueza que unos padres creyentes desean transmitir a sus hijos es la experiencia de Dios, el que sus hijos se sepan y sientan profundamente amados por Dios. El gran tesoro de la educación de los hijos en la fe consiste en la experiencia de una vida familiar que recibe la fe, la conserva, la celebra, la transmite y la testimonia. Educar es educar en el amor, y un creyente no puede olvidar que «Dios es Amor» (1 Jn 4,8), y por tanto su creador e inventor, pero es a través de la educación en la fe y del amor que recibe de sus padres, el modo como el niño puede llegar a entender el amor de Dios hacia él.
Por ello no es raro que se dé en los padres con hijos de esta edad una vuelta a las prácticas religiosas, así como su inscripción en grupos o actividades parroquiales. No olvidemos tampoco el influjo positivo que muchos hijos buenos tienen en sus padres, incluso llevándoles de nuevo a las prácticas religiosas, no siendo raro que uno de los regalos que los hijos piden a sus padres es que comulguen con ellos, teniendo además en cuenta que muchas cosas buenas que los padres son capaces de hacer por sus hijos, no lo harían por ellos. Por supuesto en esta preparación y recepción de la Comunión tienen un gran papel que realizar la Iglesia, los catequistas y, muy especialmente, el propio Jesucristo, a quienes los niños reciben, siendo muy de desear que esta primera Comunión sea el inicio de una larga serie de comuniones, que, ojalá, sigan realizándose a lo largo de toda la vida.
Desgraciadamente, sin embargo, también hay muchos padres que no se preocupan de hacer oración ni solos ni con sus hijos, ni valoran lo religioso y en consecuencia prescinden de ello en sus familias, dejando así agostarse la fe de su descendencia, por lo que en demasiadas ocasiones, y dado que ven esta Comunión como un acto puramente social, la primera comunión es también la última. Me gustaría no tener razón, pero cada día estoy más convencido que una educación en la que los valores religiosos brillan por su ausencia, acaba siendo también una educación muy pobre en valores humanos.
P. Pedro Trevijano, sacerdote