Todo divorcio es siempre un drama humano. Cuando uno se casa en la Iglesia, lo hace con el propósito de que la familia que funda perdure hasta la muerte. Si no sucede así, su alma queda herida. La ruptura de un matrimonio causa profundos sufrimientos a todos. La Iglesia, siguiendo el ejemplo de su Señor, acoge, consuela y acompaña este dolor. Sólo el Señor, muerto y Resucitado, puede sanar nuestro corazón enfermo, otorgar sentido a nuestros fracasos y mostrarnos con su cruz que, a pesar de nuestro dolor, existe un amor sin límites, eterno.
Son muchas personas las que intentan rehacer su vida con un nuevo matrimonio. Buscan una compañía, a cuyo lado puedan recuperar la alegría, pretenden una segunda oportunidad. Cuando esto sucede, si son cristianos, recuerdan las palabras de Jesús: «Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio» (Mc 10, 11-12). Un católico divorciado que se vuelve a casar es infiel a aquella unión que asumió ante Dios de una vez para siempre. Su nueva vida es moralmente irregular. Su nuevo estado contradice lo que el matrimonio significa: la unión entre Cristo y la Iglesia. Esa unión se actualiza de modo eminente en la Eucaristía. Por eso, los divorciados vueltos a casar no pueden comulgar. Aparece entonces un nuevo sufrimiento para la persona afectada: las consecuencias que el pecado lleva consigo.
¿Qué hacer ante esta situación? En múltiples ocasiones ha hablado el magisterio de la Iglesia, afirmando siempre que estas personas no pueden acceder al sacramento de la comunión. Lo han hecho los Papas san Juan Pablo II y Benedicto XVI, la Congregación para la Doctrina de la Fe, el Pontificio Consejo para los textos legislativos, el último Sínodo de los obispos. Escuchemos, como ejemplo de tantas intervenciones, al Papa Benedicto XVI en la Exhortación Sacramentum Caritatis (n. 29): «Los divorciados vueltos a casar, a pesar de su situación, siguen perteneciendo a la Iglesia, que los sigue con especial atención, con el deseo de que, dentro de lo posible, cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la Santa Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra de Dios, la Adoración eucarística, la oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega a obras de caridad, de penitencia, y la tarea educativa de los hijos». Y, en un diálogo durante el Encuentro Mundial de las Familias, en Milán, añadía: «me parece una gran tarea de una parroquia, de una comunidad católica, el hacer realmente lo posible para que [los divorciados vueltos a casar] sientan que son amados, aceptados, que no están «fuera» aunque no puedan recibir la absolución y la Eucaristía: deben ver que aun así viven plenamente en la Iglesia… Aún sin la recepción «corporal» del sacramento, podemos estar realmente unidos a Cristo en su Cuerpo».
Esta es la doctrina del Evangelio, que la Iglesia ha expuesto reiteradamente con humildad y fidelidad al Señor, y que en modo alguno ha cambiado con el magisterio del Papa Francisco. Es bueno que la tengamos presente para evitar ciertas confusiones o malentendidos que se están difundiendo sin mucho rigor a través de los medios de comunicación.
Como ya he dicho, la Iglesia siente el dolor de estas personas y las acompaña con su afecto y su oración. Todo sufrimiento puede ser ofrecido a Cristo como una participación en su sacrificio redentor y, de este modo, se convierte en camino de salvación. Esta verdad de fe puede aplicarse a los sufrimientos físicos, como los que nos llegan por la enfermedad; a los humanos, como los que causa el divorcio, y también a los sufrimientos espirituales, como los que vienen de no poder recibir al Señor sacramentado. Es importante que los católicos sepamos exponer este misterio a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, y más importante todavía es que mostremos a los jóvenes que existe un amor sin límites y que es posible una entrega total para toda la vida. La familia es hermosa porque se funda en el amor de Dios, del que todos podemos participar. Para casarse no sólo es necesario que los novios dediquen tiempo a conocerse, es imprescindible también que se embarquen en la aventura espiritual que supone descubrir, acoger y realizar en la propia vida ese amor divino que es paciente, no lleva cuentas del mal, perdona cualquier ofensa y aguanta todo sin perder nunca el gozo de la esperanza (cf. 1Cor 13, 4-7).
Con mi afecto y bendición para todos, en particular para quienes se encuentran en esta situación.
+ Jesús García Burillo
Obispo de Ávila
Publicado originalmente en Revista Ecclesia