Hace unos días, leía la noticia en un digital: en una iglesia de Venezuela, unos desalmados entraban de madrugada, destruían el Sagrario, arrojaban las Hostias al suelo y defecaban sobre ellas. Al parecer, los hechos se produjeron en pasado domingo, 9 de marzo.
«No se conforman con que lo hayan humillado, escupido, vejado y asesinado una vez», pensé. «Tienen que seguir despreciando y maltratando a mi Señor dos mil años después». Porque es evidente que el móvil no era el robo, porque para robar no es preciso destruir sagrarios ni defecar sobre mi Señor. Se trata de un acto premeditado de desprecio a Dios. Y sabían perfectamente lo que hacían y de qué manera se puede ofender al Señor y a sus fieles de la manera más sangrante posible. Porque el centro de nuestra vida es el sagrario: allí está verdaderamente presente Cristo en su cuerpo, alma y divinidad. Allí nos podemos encontrar con Él, adorarlo, rogarle, llorarle. El centro de la fe de un cristiano es Cristo y nuestro Señor está de realmente presente en el pan consagrado de la Eucaristía. Esa es nuestra fe. Y estos desalmados odian a Cristo y quisieran volver a matarlo, volver a ponerle la corona de espinas, volver a flagelarlo, volver a escupirle.
Me estremece solo pensarlo. Y entonces me miré a mí mismo. ¡Cuántas veces nosotros también seguimos despreciando al Señor! ¡Cuántas veces me comporto como el apóstol Pedro en el atrio del Sanedrín, cuando niega conocer a su Maestro! ¿Cómo voy a decir que yo soy su discípulo? ¿Cómo voy a reconocer ante mis conocidos que yo sigo a mi Señor? ¿Qué van a pensar de mí si me opongo al aborto públicamente o si me manifiesto contra el divorcio o contra el adulterio o contra la banalización del sexo? Pensarán que soy un retrógrado con mentalidad medieval. Me señalarán con el dedo. Tal vez pierda el trabajo o no encuentre otro… Porque qué va a pensar la gente, qué van a decir de mí mis amigos, mis conocidos, mi propia familia…
Es mucho más fácil ser católico de bautizos, bodas y comuniones. Como mucho, de misa dominical, pero sin más compromiso. Porque asumir las consecuencias de seguir con fidelidad al Señor, defender públicamente las enseñanzas de la Iglesia, no está bien visto. No es progresista. Te van a señalar con el dedo: «¿No eras tú amigo de Ese?» «No, no lo conozco». «No tengo nada que ver con Ese». Porque a Ese lo van a juzgar, lo van a machacar, lo van a colgar de un madero.
Y yo no quiero seguir su mismo camino. No quiero que me dejen en el paro. No quiero parecer un retrógrado. Quiero que el mundo me acepte; que me respeten, que me aplaudan, que me quieran; no que me crucifiquen. No quiero la cruz. Quiero las palmas y el éxito. Quiero ser uno más, uno de tantos; uno que pase desapercibido y que no se signifique públicamente por ser amigo de Uno al que van a matar de la manera más cruel. Y yo no quiero que me maten. No quiero que me desprecien. No quiero que murmuren contra mí por ser de Cristo. No quiero quedarme sin amigos, solo, sin un trabajo, sin un cargo, sin el reconocimiento de la gente importante y respetada que manda y tiene. Yo quiero ser un intelectual del siglo XXI a quien todos ensalcen y aplaudan. No quiero quedarme solo al pie de la cruz. No quiero la amargura del sufrimiento y el desprecio del mundo.
Y mientras tanto, siguen defecando sobre Ti, Señor. Siguen escupiéndote. Quieren volver a matarte, mi Maestro bueno… No permites que te niegue más, Señor. No lo permitas. Prefiero morir, pero morir en gracia ante Ti. Dame fuerzas para soportar la soledad y el desprecio de este mundo. Yo quiero permanecer junto a ti, agarrado a la cruz, besando tus pies ensangrentados. Y que el mundo diga lo que quiera. Dame fuerzas para soportar el desprecio y la incomprensión de todo el mundo, Señor. Tú sabes que no es fácil. Tú pasaste por ello…
¡Qué fácil resulta todo cuando estás arriba y todos te adulan y de llaman «maestro» y te tratan con respeto! ¡Y qué duro es cuando todos te abandonan y dejas de ser importante y todos te abofetean o vuelven la cara para no verte! Tú, Señor, lo sabes todo: Tú sabes que te quiero. No me abandones, Señor. Yo quiero hacer lo que Tú me pidas, ir a donde Tú me envíes; como Tú quieras, cuando Tú quieras… Y cuando ya no pueda servirte aquí, llévame contigo como al buen ladrón y acógeme a tu lado; no por mis merecimientos, sino por tu gran amor. Hazme digno de la sangre que derramaste en la cruz para pagar el precio de mis pecados. Dame tu amor y tu gracia, que eso me basta.
Y si queréis seguir despreciando y maltratando a mi Señor, os pido por favor que no lo hagáis. Ya lo habéis matado una vez. Yo me ofrezco para ocupar su lugar.
Pedro L. Llera