En el principio fue el miedo. En el principio fue el temor a que las propias convicciones no dispusieran de la popularidad que señalan los sondeos. En el principio fue el pánico a ir contra la corriente, el horror al deterioro de la propia imagen, el espanto de quien se queda a solas con sus ideas. Porque el liderazgo político de nuestros días no se basa en la ejemplaridad de la conducta sino en la adaptación a las circunstancias. Lo más desdichado de este tiempo no es sólo que nuestra sociedad haya perdido aquellos valores esenciales que explican el sistema nervioso de una cultura y el andamiaje ético de una civilización. Es más lamentable, en fin, haber bajado a un nivel en que el espesor del compromiso con la verdad se considere menos apreciable que la delgadez del relativismo. Es desolador que, tras haber destruido uno a uno los edificios en los que se inspiraba nuestra arquitectura cultural, haya quien quiera convertir lo que no es más que intemperie ética en el refugio ilusorio de una irresponsable libertad.
Los historiadores hemos percibido siempre la crisis de una civilización en la pérdida de una conciencia, en la erosión de una serie de certezas fundacionales en las que cobra significado el sentirse parte de una inmensa tradición y de un gran proyecto de vida en común. La ausencia de esa perspectiva, mucho más que las penalidades materiales, es lo que ha conducido a la destrucción de sociedades que dejaron de creer en ellas mismas porque empezaron por perder su fe en los principios sobre los que se habían constituido. La quiebra de los valores en los que se funda una comunidad afecta a la imprescindible integridad de una cultura, a la validez de una manera de entender el mundo, a la firmeza de un modo de ordenar una existencia colectiva.
Si una nación es la causa que defiende, si una sociedad es el espíritu que la inspira, si una civilización es la conciencia de su continuidad histórica, la gravedad de la crisis de España no se encuentra en los curables desequilibrios de nuestra economía, sino en el atroz vaciado de los principios que nos hicieron parte de un gran espacio al que llamamos Occidente. No podrá consolarnos de esta pérdida que también se sufra en otros países europeos, aunque en el nuestro la cosa empeore por la falta de resistencia ideológica, por el complejo de inferioridad, por la inaudita carencia de coraje cívico con el que se acepta la derrota sin haber dado la batalla. Y mucho más porque España es el único país occidental en el que se admiten reproches políticos y desplantes doctrinales de quienes, en los últimos cien años, han hecho pasar a Europa por las etapas más vergonzosas de las que guarda memoria la modernidad.
La norma que debe regular la interrupción del embarazo vuelve a presentarse como ese territorio de abundantes vicios privados y escasas virtudes públicas donde toma forma nuestra vida social. Los conflictos desatados por el proyecto son el escenario en el que se representa la triste envergadura de nuestras convicciones. En estas últimas jornadas, el llamado «tren de la libertad» ha realizado un corto viaje sentimental, un vociferante transporte de mercancías ideológicas, cuyo evidente estado de caducidad no les impide presentarse como alimento del progreso y tonificante de la democracia. De nuevo, las exhortaciones de este sector guardan los atributos esenciales de un acto de propaganda y descartan cualquier indicio de los recursos de una argumentación. Lo que cuenta es, como siempre en el mundo estético de nuestra izquierda, la puesta en escena: exhibir dos caminos que conducen al mismo corazón de las tinieblas.
El primero, que la defensa de la vida es una patética exageración del lenguaje, una inexactitud grandilocuente de reaccionarios, que confunden una simple acumulación de materia orgánica con un ser humano. El segundo, que sea cual sea la condición de lo que una mujer embarazada lleva en su seno, a ella solamente corresponde tomar la decisión de permitir que la gestación continúe o se interrumpa. Siempre fiel a ese melodramático estupor laicista que paraliza los órganos sensoriales de nuestra izquierda, quienes se manifiestan indican que la Iglesia trata una vez más de inculcar sus dogmas a los no creyentes, como si el aborto fuera un asunto que nace y muere en el cauce moral del catolicismo. Como si la defensa de ese proyecto existencial que es una vida ya concebida no tuviera más motivación que las convicciones religiosas.
No creo que haya espectáculo más doloroso que el de una sociedad que se plantea la cancelación de una vida como un acto de libertad. Dejemos ahora la ya penosa argumentación acerca de la calidad humana de lo que una madre lleva en su vientre. Consideremos que el único motivo que conduce a proponerse el aborto es, precisamente, que lo que nacerá será una persona, cuya existencia generadora de conflictos o incomodidades, cuya existencia inoportuna, cuya existencia sin valor quiere destruirse. Porque, de no estar prevista la llegada al mundo de una persona ¿en qué consistiría la preocupación de esa madre que define como derecho la propiedad absoluta sobre su cuerpo y una aberrante soberanía sobre una vida que aún ha de existir? Si nacer es algo más que cumplir un trámite hospitalario, si vivir conscientemente es algo más que un hecho biológico no podemos pensar que la concepción es un simple asunto de eficiencia reproductiva, sino el preámbulo fascinante y abrumador de la capacidad de crear una existencia humana.
La libertad es aquello que nos realiza, es aquello que nos da nuestra condición única entre todas las especies que viven en la tierra. Proclamar que la interrupción de una vida no es un mero acto de voluntad, sino el acontecimiento en el que la libertad cobra toda su plenitud, sólo puede emanar de ese trayecto ferroviario, de ese viaje al fondo de la noche que se ha emprendido en nombre de una falsa emancipación. Porque aquí no se trata ya de que una mujer exprese las condiciones dramáticas en que tantas veces puede darse un embarazo no deseado. Estamos ante la aniquilación moral de una sociedad, que considera que las cuestiones llamadas «de conciencia» y que se refieren a valores fundamentales pueden privatizarse hasta el punto de excluir cualquier atención del poder público, cualquier vigilancia sujeta al bien común, cualquier defensa de los derechos de todos. ¿Quedará la política para cuestiones menores, para asuntos administrativos, para temas de tertulia, mientras los aspectos esenciales que han definido la calidad superior de nuestra cultura son abandonados en el reducto autista de la conciencia individual?
Por creer lo contrario, quienes pensamos que en nuestra conducta deben ser preservados los derechos y no los privilegios, que nuestra legalidad no puede dar por bueno lo que repugna a nuestra moral, hemos sido agasajados con la munición habitual de nuestra izquierda. Por si nos sirve de consuelo en este trance difícil, en el que debemos oponer la envergadura de las convicciones a los índices de popularidad, no estará de más recordar lo que un siempre lúcido y ya viejo Chesterton dijo a quienes le trataban de reaccionario: «aprendí lo que era la libertad cuando pude darle el nombre de dignidad.»
Fernando García de Cortázar
Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad
Publicado originalmente en el diario ABC