Acaba de ser estrenada en las pantallas españolas una película llena de mensaje: La ladrona de libros. Está basada en la novela homónima de Markus Zusak (2005) y reconstruye las pequeñas historias anónimas dentro de la gran historia conocida. En medio de una guerra cruel, se desliza un relato de humanidad verdadera. Tiene como trasfondo la barbarie nazista de la II Guerra mundial. Las pinceladas gruesas del sinsentido totalitario están suficientemente sugeridas por el ataque a la dignidad de la persona, a su misma existencia puesta en tela de juicio, en virtud de la ideología que un loco enloquecedor pudo llevar a cabo con el incomprensible aplauso y adhesión de casi todo un pueblo cegato.
Quedan también indicados algunos rasgos menores que igualmente describen aquella tremenda tragedia que se llevó por delante a tantas personas en nombre de la nada más vacía. Allí aparece el miedo, la violencia, la mentira, la demagogia, la envidia, la conspiración, la huida. Pero en medio de toda esta descripción terrible a la que nunca nos acostumbramos ni ante la que nos resignaremos, aparece esa historia pequeña que como un inmenso contrapunto es capaz de ganar la batalla contra toda esperanza, porque el amor es más fuerte que la muerte, como dice con belleza provocativa el libro del Cantar de los cantares.
Hay tres historias de amor sencillo, lleno de verdad y ternura, de esa ternura que salvará el mundo, como decía el gran escritor y teólogo ruso Pavel Evdokimov. En primer lugar está el amor de una familia, los Hubermann, que dentro de su extrema precariedad hacen sitio en su pobre hogar para que pueda venir a vivir con ellos una niña. La ternura de quienes tuvieron que hacer de papá y mamá prestados, aún dentro de sus matices temperamentales diversos, es una flor que de pronto pinta de color aquel desierto oscurecido por un grisáceo cenagal. Es también el amor de dos niños, Liesel y Rudi, que en su pureza sin ambigüedad, son capaces de acompañarse con sus sueños y juegos infantiles por encima de las pesadillas trágicas de los adultos. Es en fin, el amor de la niña protagonista, Liesel, a las letras, las palabras, los libros que rescata o toma prestados, con lo que día a día ella va escribiendo su propia biografía en el libro de la vida inacabada. Es una constante en la historia de los humanos, que los amigos de las barbaries, de la violencia, son también enemigos de la vida y de la verdadera cultura. Ejemplos tenemos bien cercanos.
Pero hay una escena particularmente significativa que me conmovió y que viene a ser una clave del encanto de esta película. Están deteniendo los soldados nazis a un pobre hombre judío. Era del pueblo, vivía en aquella calle del Cielo (Himmelstrasse), había nacido allí y todos le conocían y apreciaban. Pero por el hecho de ser judío quedó manchada su condición alemana, y los bárbaros decidieron eliminarlo. Es entonces cuando entra en acción el papá de Liesel para salir en su defensa como un sencillo conciudadano. La brutal agresión que él sufre por este gesto le tira por los suelos, le golpea la cabeza. ¿Por qué lo han hecho? Y esta es la respuesta que se da: porque les ha recordado su humanidad.
Es tremenda la escena por su calidad humana y por su violencia a la vez: recordar la belleza, la bondad, la verdad para las que hemos nacido, puede ser revolucionario. Y así lo sufren tantas personas censuradas, perseguidas y eliminadas, así lo sufren los cristianos. Recordar la humanidad de la que estamos hechos es un modo de testimoniar al Creador que nos hizo sin renunciar al destino que Él nos ha dado.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo