En homenaje a sor Carmen Gómez Luján,
con mi agradecimiento y el de toda mi familia.
A los pies del Sueve, asomándose al mar desde su apacible y grandiosa atalaya, se alza Santiago de Gobiendes. Ya en el siglo X tenemos constancia de la existencia del Monasterio de Santiago de Gobiendes en el Libro de los Testamentos de la Catedral de Oviedo. Se trata de una iglesia humilde; sobria pero recia; sencilla y hermosa como la fe que abraza entre sus columnas de piedra. Santiago de Gobiendes mira hacia el Este –«ad orientem –, custodiada al Sur por los montes del Sueve; y, al Norte, por el Mar Cantábrico, bravío y varonil, que se devana por destruir los acantilados con una ofensiva incesante de olas que estrellan furiosas su ira de espumas blancas contra las rocas.
«Monasterium Sancti Iacobi Apostoli de Gaudentes». «Gaudentes» significa «gozosos». De ahí procede, muy probablemente, el topónimo «Gobiendes». Y, efectivamente, Gobiendes es un sitio para gozar: El mar y la sierra se funden en una silenciosa sinfonía de verdes, grises y azules. El caminante puede empaparse en sus callejas – entre casas y prados, hórreos y paneras – con la música callada del Creador; ajenarse al contemplar los montes imponentes, los bosques de mil verdes; el orvallo melancólico y persistente... Oír, sentir, gustar, oler, contemplar la lluvia en Gobiendes arroba los sentidos y eleva el alma hacia Dios.
A menudo, la borrina cubre de blanco las cumbres del Sueve como el velo de una novia que quisiera ocultar su belleza a los ojos indiscretos de los hombres. Entonces, la Sierra del Sueve, bárbara y hostil, prodigiosa y encantada, desaparece como por hechizo tras la niebla densa. Pero sigue ahí, está ahí. Todos sabemos que los bosques, las camperas, las majadas y los riscos siguen ahí; pero se esconden, como vírgenes pudorosas, a nuestra mirada indiscreta.
Algo parecido ocurre con Dios: muchas veces no vemos su grandeza y su belleza porque el pecado, los sinsabores y los sufrimientos de la vida nos lo ocultan como una borrina densa que nos impide contemplar la gozosa presencia del Creador. Entonces nos sumimos en el desconcierto y no sabemos qué camino tomar y nos quedamos ciegos y paralizados. Sabemos que Dios está ahí, pero no lo vemos: como el Sueve en un día de borrina. Sólo cuando traspasemos un día el velo de la muerte, podremos gozar plenamente de las majadas del Paraíso en la presencia del Amor infinito de Nuestro Señor.
Por eso son tan importantes personas como la hermana Carmen. Ellas son faros que nos orientan en la tupida niebla de la vida. Son luz del mundo. Y nos enseñan el camino que conduce a Dios en medio de tanto pecado y tanto sufrimiento. La hermana Carmen nos enseña con su vida, con su día a día, que el cariño y la ternura de Dios pueden caminar por nuestros caminos sin llamar la atención y entrar en nuestras casas con la sencillez y la humildad de una pobre pueblerina: tan aldeana como lo fue María, la madre de nuestro Señor.
El amor y la cercanía de Dios se encarnan en personas que, como sor Carmen, van repartiendo alegría, consuelo y fervor a su alrededor. Sor Carmen es amor sin fingimiento: humilde, servicial, alegre. Carmen, con esa sonrisa bondadosa y su mirada tímida, ha compartido una parte de su vida con nosotros en Gobiendes, socorriendo a los más necesitados, visitando a los enfermos, custodiando con mimo las piedras milenarias de nuestra Iglesia; constante en la oración y en el servicio; sin hacer ruido, sin alharacas, sin estridencias; gozando con los que gozan y llorando con los que lloran. Como el Pobre de Asís, ha escuchado la llamada del Señor: «Construye mi Iglesia». Y sor Carmen ha construido Iglesia –comunidad– en Gobiendes.
La hermana Carmen ya forma parte de la historia de salvación de nuestra Iglesia, de nuestra pequeña Iglesia de Gobiendes: esa Iglesia tan humilde, sencilla y hermosa como la fe de sus gentes; una Iglesia católica en su pequeñez y fuerte en su debilidad. Humilde y sencilla; hermosa y firme en la fe: así es también sor Carmen, la «monxa» de Gobiendes.
Ahora que Carmen se va de Gobiendes, ¿quién velará por las piedras milenarias de mi Iglesia? ¿Quién visitará a los enfermos y consolará a los afligidos de mi pueblo?
Dios te siga bendiciendo allí adonde vayas. Te echaremos de menos. Y gracias por todo, hermana Carmen.
Pedro L. Llera Vázquez