La Ley Moral es la regla del obrar moral, la expresión de la voluntad divina. «La ley moral proviene de Dios y en Él tiene siempre su origen» (Encíclica de Juan Pablo II Veritatis splendor 40). La ley moral necesita de Dios, pues tan solo el convencimiento de que hay un Dios que vela por los hombres impide hundirse en las más profundas degradaciones y atrocidades. Cuando únicamente se acentúa lo humano, se concede un valor absoluto no sólo a la libertad y necesidades del hombre, sino también a su maldad, pues al suprimir a Dios, se renuncia al argumento decisivo de por qué la injusticia es injusticia y por qué deben evitarse el odio y el engaño.
En la Revelación el hombre es definido dinámicamente, en su relación con Dios, del que lleva en sí la imagen (Gen 1,26-27). Este hecho funda su dignidad propia entre todas las criaturas. Permite también representar al Dios vivo a partir del hombre, su imagen, mucho mejor que a partir del mundo, que está totalmente ordenado al hombre por voluntad divina (Gen 1,28; 2,19-20). Además la relación con Dios protege al hombre de la arbitrariedad, y es que aunque nuestra dignidad puede conocerse de otros modos, aparte de la fe explícita, es indudable que ésta ayuda a conocer mejor y sin error esta dignidad.
Pero el hombre no se autorrealiza aislándose, sino en conexión con los demás, siendo la interrelación constitutiva de la personalidad. Por ello en una definición cristiana del hombre hay que tener en cuenta tres elementos: Dios, el Mundo y los demás seres humanos. El hombre es criatura de Dios y en Dios está su origen y su meta, siendo el mundo el lugar donde vive y él una unidad de espíritu y materia. Todo ello le determina y además el hombre es persona juntamente con los demás, no siendo por tanto autosuficiente.
Por ello para el cristiano la ley moral será el dictamen de la razón práctica, estando la razón iluminada por la fe. Esta luz de la fe (lumen fidei) es fuente de conocimiento para el obrar moral, pero no es una gracia que se nos da como individuos aislados, sino como miembros de la Iglesia y en conexión con ella, ya que la fe tiene claramente carácter eclesial, siendo la Iglesia el lugar donde llegamos a conocer las exigencias morales divinas para con nosotros, tanto objetivamente, en cuanto transmisora de la Revelación, como subjetivamente. Los hombres de los diversos tiempos y culturas podemos llegar al conocimiento ético a través de nuestra razón, aunque en el estado actual de la Humanidad es necesaria la Revelación para que este conocimiento pueda ser universal, cierto y limpio de error. Para ser cristiano se requiere a la vez haber oído la buena noticia del Evangelio y tener una conciencia que juzga posible e incluso obligatoria nuestra respuesta personal. La fe nos dice que no hemos de tener una concepción deísta de Dios, como si Él esperara nuestro actuar moral para premiarnos o castigarnos, sino que mucho más que eso, Dios nos acompaña en nuestro obrar moral, y es que «la libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas a compenetrarse entre sí»(VS 41). Por ello tenemos un impulso moral hacia el bien que hace que reconozcamos como primer principio moral: «lo bueno ha de hacerse, lo malo ha de evitarse».
El hombre no es desde luego libre, cuando se deja llevar por la arbitrariedad y el capricho, sino que debe orientarse según normas y actuaciones racionales, formando parte del concepto de responsabilidad advertir la conexión entre causa y efectos. La norma ética no tiene una finalidad en sí misma, sino que es la expresión de unos valores que están al servicio de la persona y de la comunidad, valores hacia los que es necesario que se oriente la intencionalidad moral. Pero estas normas y leyes no deben ser una mera imposición, sino que se debe comprender que la ley moral se basa en la razón y en el modo de ser del hombre, intentando conseguir así la realización personal, cuya tarea final es conseguir la libertad. Ciertamente no necesitamos de Dios para tener mandatos o prohibiciones, pero estamos convencidos que el reconocernos criaturas suyas es el inicio del camino hacia la plena realización de nuestra libertad, que no es otra cosa sino el cumplimiento del plan divino sobre nosotros, es decir que nos realicemos como personas.
En cambio quien sigue el camino de la arbitrariedad y el capricho se contradice a sí mismo y termina alienándose y perdiendo su libertad. Por ello saber jerarquizar los valores es algo simplemente decisivo, debiendo todos en la vida de cada día, si queremos que la convivencia sea posible, respetar algunas normas de justicia, verdad y relación con los demás.
En efecto el hombre realiza su destino y desarrolla su ser en cada uno de sus actos conscientes y libres, con una libertad que no se deja seducir por la anarquía, sino que se basa en la responsabilidad, pues «si existe el derecho de ser respetados en el propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la obligación moral, grave para cada uno, de buscar la verdad y de seguirla una vez conocida»(VS 34). Así nos acercamos imperfecta pero progresivamente a nuestro último fin sobrenatural, siendo la ley en este caminar un medio pedagógicamente apto para ayudarnos a realizar nuestro destino personal, aunque es la gracia divina y su aceptación lo realmente decisivo en este nuestro caminar.
P. Pedro Trevijano, sacerdote