Poco se ha reflexionado sobre las palabras de Su Santidad pronunciadas ante una comisión de políticos franceses al viento sobre el debate de la legalización del matrimonio homosexual en el país vecino. Sin complejos ni tibieza el Papa Francisco les recordó la obligación que tenían de derogar, que no modificar o edulcorar, las leyes contrarias a la dignidad y al orden natural, promoviendo al mismo tiempo otras que contribuyan al ennoblecimiento de la persona. Se estaba refiriendo a las normas legales que permiten el aborto, la eutanasia o el matrimonio homosexual. Así pues, el Papa progre, el de los zapatos desgastados, el que trocó los palacios por una residencia, el mismo hombre que la izquierda o la progresía buscan capitalizar, resulta que se pronuncia contra las bases ideológicas de la ingeniería social de la modernidad.
Lo dicho por el Papa con respecto a lo que estaba aconteciendo en Francia, es de aplicación general, válido para cualquier país. Como sus antecesores, el heredero de Pedro vuelve a trazar la línea roja de no retorno para los católicos que actúen en política. No pueden estos políticos, que se declaran católicos, burlar esos límites porque hacerlo atenta directamente contra el Magisterio de la Iglesia y la voluntad de Dios. Puede sonar duro, excesivo, pero es la realidad. Su Santidad ha pedido a los católicos que se comprometan en la vida pública para defender los principios y los valores cristianos. Una defensa que implica derogar leyes como las del aborto o la que permite el matrimonio homosexual. Los votantes católicos tienen la obligación de apoyar con su voto a quienes lo planteen y exigir a los poderes públicos esos cambios. Algo que debería empezar a tener en cuenta Mariano Rajoy.
Rafael López-Diéguez
Publicado originalmente en La Gaceta