Señor, yo soy tu siervo; siervo tuyo, hijo de tu esclava (Sal 115, 7). Alguien –es decir, Dios– dejó en la Sagrada Escritura anuncios escondidos, lámparas destinadas a encenderse cuando hubiera llegado su momento, y a pasar inadvertidas hasta entonces.
Cientos de años después de escribirse este verso, una joven de Nazareth recibiría la embajada de un ángel. Estaba llamada a ser la madre del Mesías tan esperado. Y, tras escuchar las palabras de Amor de todo un Dios, invitada a responder a la propuesta, se arrodilló y dijo: Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). No será la primera vez que María emplee esa expresión para referirse a sí misma. Poco después, cuando su alegría mane a cataratas por sus labios ante su pariente Isabel, recordará que Dios ha mirado la humillación de su esclava (1, 48). No sabemos desde cuándo –quizá desde niña–, pero parece claro que, al igual que san Juan habla de sí mismo como el discípulo amado, la Virgen se refería a sí misma como a la esclava del Señor. Apuntaba a una esclavitud asumida libre y amorosamente, por la que uno se hace esclavo con gozo de aquél a quien ama y le entrega por entero su voluntad.
Meses después, el Redentor nacería de las entrañas purísimas de aquella joven. Y, al referirse a sí mismo, diría: mi alimento es hacer la voluntad del Padre (Jn 4, 34). Yo nada hago por mi cuenta (Jn 8, 28). El Padre, que me ha enviado, me ha mandado lo que he de decir (12, 49)… Su vida, y, de manera muy especial, su muerte, encenderán con una claridad sorprendente el capítulo 53 de Isaías: Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero (Is 53, 1)… No es éste el momento de analizarlo en detalle. Pero Jesús de Nazareth dará cuerpo y rostro al Siervo de Yahweh anunciado por el profeta.
El versículo 7 del salmo 115, citado al comienzo de estas líneas, resplandece ante la Virgen. Es Jesús quien, cientos de años antes de nacer, lo pronunciaba. Señor, yo soy tu siervo; siervo tuyo, hijo de tu esclava, significa «Señor, yo soy Jesús; Jesús, hijo de María». Se trata del «ya te lo dije» de Dios, que quiso confirmar que de Él venía lo que Él mismo había anunciado con tanta precisión.
El Siervo nació de la Esclava. El Siervo lo era por amor (el mundo ha de saber que amo al Padre, y que cuanto Él me dice yo lo hago –Jn 14, 31–) y la Esclava lo era por amor. Por eso el salmo continúa diciendo: rompiste mis cadenas (Id.). La esclavitud impuesta no rompe cadenas; las cierra en torno al cuello. La esclavitud amorosa, por la que el hijo de tu esclava se hizo obediente al Padre, y a la que su Madre se asoció de manera singular, rompió las cadenas de la muerte y abrió las puertas del Cielo para los hombres.
No sé si, después de dos mil años, hemos llegado a entender que al mundo lo dominan los poderosos y lo redimen los esclavos. Seguimos buscando salidas a una crisis, y es posible que las cosas estén aún peor cuando las hayamos encontrado, porque no redimiremos la Historia salvando los bolsillos. Redimirán la Historia los santos, aquéllos que libre y gozosamente se hayan hecho a sí mismos «esclavos» de Dios, e hijos de la «esclava», de María. El mundo no se fijará en ellos, pero ellos salvarán al mundo e irradiarán paz a su alrededor. Necesitamos santos que iluminen, no «lumbreras» que se luzcan. Y esos santos son los «niños de María».
José-Fernando Rey Ballesteros
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