Nuestro Papa Francisco dijo que escogió el nombre del «pobrecito de Asis», inspirado en el consejo de Monseñor Cláudio Hummes: «¡No se olvide de los pobres!». «¡Ah, cómo quisiera yo una Iglesia pobre y para los pobres!», dijo a los periodistas. Además, fue así como San Francisco recuperó la credibilidad de la Iglesia.
Realmente, el mensaje evangélico es paradigmático: «El Reino (de Dios) pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir, a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para «anunciar la Buena Nueva a los pobres» (Lc 4, 18). Los declara bienaventurados porque de «ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5, 3); a los «pequeños» es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes. Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre, la sed y la privación. Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino» (C. I. C. 544).
«Al revestirnos con nuestra humilde casulla, puede hacernos bien sentir sobre los hombros y en el corazón el peso y el rostro de nuestro pueblo fiel, de nuestros santos y de nuestros mártires, que en este tiempo son tantos. Pasamos ahora a fijarnos en la acción. El óleo precioso que unge la cabeza de Aarón no se queda perfumando su persona sino que se derrama y alcanza «las periferias». El Señor lo dirá claramente: su unción es para los pobres, para los cautivos, para los enfermos, para los que están tristes y solos. La unción, queridos hermanos, no es para perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya que se pondría rancio el aceite... y amargo el corazón». (Papa Francisco, Homilía de la Misa Crismal, 28/3/2013).
La Iglesia, siguiendo el ejemplo de Jesús, hace en su evangelización la opción preferencial por los pobres. Opción preferencial, pero no exclusiva, pues todos son llamados a la salvación. La Iglesia no desprecia a nadie, los pobres, porque son los más abandonados por la sociedad, y los ricos, los empresarios, los que poseen bienes e influencia en este mundo siempre son acogidos: muchas veces ellos son más pobres y necesitados que los que no tienen bienes materiales. Además, el dinero puede ser bien empleado, sobre todo cuando se refiere a las cosas de Dios. Narra el Evangelio el pasaje de Jesús en la casa de Lázaro, cuando María tomó un perfume precioso y caro y con él ungió los pies de Jesús. Judas se indignó y, delante de lo que juzgaba ser un desperdicio, tomó la defensa de los pobres. Jesús, en cambio, defendió, el gesto de María: «Pobres, siempre los tendréis. ¡Pero a mí no siempre me tendréis!» (Jo. 12, 3-8)
Jesús, naciendo y viviendo pobre, no discrimina a nadie: en su pesebre vemos los pobres y los ricos, pastores y reyes. Todos son bienvenidos a La cuna del «príncipe de la paz». Con su ejemplo, él predica la humildad y no la soberbia, la caridad y no la envidia, el desapego y no la ambición, la paz y no a lucha de clases. La desigualdad, cuando no es injusta, es natural y normal, pudiendo ser suavizada y superada por la práctica de las virtudes cristianas. Amemos y consolemos a los pobres, los preferidos de Dios, sin echar en el corazón de ellos la amargura de la envidia y de la ambición.
+ Fernando Arêas Rifan, obispo