«Cuando haya sido elevado, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Hoy nos encontramos a los pies de Cristo en la cruz, a los pies de un moribundo. Y estamos aquí para acompañarle, para demostrarle nuestro amor profundo. Pero también para escucharle.
Suelen decir que las últimas palabras de una persona son sagradas, pues nos marcan con fuego el último recuerdo de la persona amada. Pero el agonizante que acompañamos no es uno más: es el Hijo de Dios. Y su muerte no es una más: a través de ella está redimiendo a la Humanidad. Estamos asistiendo, sin lugar a dudas, a la muerte más impresionante que el Universo podrá jamás presenciar.
Y aún así alguno levanta una objeción: «en realidad estamos ante uno mero cuadro. Cristo está dibujado ahí y, sí, sentimos tristeza y amargura… pero de un hecho pasado, algo que yo no viví en primera persona. Por eso no me impresiona tanto».
San Pablo dice en la carta a los romanos: «nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros» (Rom 12, 5). Y este cuerpo está, hoy también, crucificado… y nos habla sus siete palabras. ¡Escuchémosle!
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Primera Palabra:
«Hace nueve meses que una parte de mí murió. Ésta es la historia de cómo aborté, y ahora, cada día, me arrepiento. Yo siempre besaba por donde pisaba mi novio. Ya sabéis, la ilusión, el cariño, nos metimos a comprar nuestro piso…, y entonces ocurrió. Fui al médico, y cuál fue mi sorpresa cuando me dijo que ¡estaba embarazada! Casi me da un infarto cuando vi la ecografía. Estaba de más de un mes.
«El caso es que ni mi novio ni yo nos sentíamos preparados. Así que pedimos hora en una clínica privada donde se practican abortos. Y tardaron dos semanas en recibirnos. En ese tiempo, yo cada día quería un poco más al niño que llevaba dentro. No sabría explicar la sensación. Notaba su corazón en mi vientre y me sentía cada vez más feliz, dejaba de pensar en el dinero, en cómo íbamos a pagarlo todo. Mi pequeño me hacía sentirme feliz. Pero mi novio apartaba la mano de mi vientre. Siempre se refería a él como a un estorbo.
«El día en que fuimos a la clínica yo me sentía muy mal, quería llorar. Pero él me decía que, cuanto antes nos libráramos del problema, todo volvería a la normalidad. En la clínica tardaron más de un mes en darme cita. Me dijeron que me tomara tres pastillas seguidas y que no pasaría nada. ¿Pero cómo podía seguir yo sola adelante con mi embarazo? ¿Qué iba a hacer? Lo reconozco, me asusté. Al final, acabé suplicándole. Le imploré como jamás lo he hecho con nadie. Le lloré de rodillas, le dije que quería tenerlo. Que si no lo tenía, me moriría.
«¿Queréis saber qué pasó, al final, con mi bebé? Me tomé sólo dos pastillas, ya que empezaron las contracciones antes de tomarme la tercera. Nadie quería atendernos en el hospital, porque justo era cambio de guardia. Y estuve casi tres horas sentada en una silla de ruedas, pues no podía ni andar. Entonces, un médico joven salió de ginecología y me miró. Me preguntó si me había orinado encima. ¡Dios, era sangre! Llevaba casi hora y media sangrando. La sangre había manchado mis vaqueros y había chorreado hasta mis calcetines. Me pararon la hemorragia. Y me drogaron para el dolor. En un retortijón, tan drogada como iba, fui al baño, y sin poder evitarlo me puse contra la pared y con las rodillas tocándome el pecho y empecé a empujar sin saber cómo. Y salió.
«Yo me lo quería quedar. Era mío. Y lo abracé y me eché a dormir con él sobre el suelo del baño del hospital. Quería morirme con él. Era un bebé, pero más pequeño, como uno de esos gatitos de mes y medio que te caben en la palma de la mano. Con sus ojitos. Sus perfectas manitas. Sus veinte deditos. Sus piececitos… Aún no puedo hablar de ello sin echarme a llorar. Él llegó y lo tiró por el retrete. Sólo podía pensar en mi bebé. ¿Dónde estaba? ¿Por qué ya no lo tenía conmigo? Me sentía como si hubiera ido a dar a luz, y me hubieran robado a mi niño. ¡Dios bendito! ¡Había tirado a mi hijo por el retrete! Odié a mi novio por todo lo que había pasado. Ahora ya no busco culpables. Sólo sé que él no me quiere. Y que es un cobarde. Pero ya no me provoca asco u odio. Sólo tristeza. Besos, y espero que a las demás os anime. Una madre» (Testimonio aparecido en Alfa y Omega, junio de 2005).
Son palabras que suplican perdón, que anhelan el perdón. Nos lo dicen: ¡Date cuenta, cristiano! Necesito el perdón, necesito el consuelo. No me lo niegues tú… acércame a Dios. Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Segunda Palabra:
Sandro Pertini, presidente de la República de Italia, era socialista y ateo. Pero después del primer encuentro con el Papa Juan Pablo II, algo tocó los cimientos de su alma. Tras esa fecha, inició una profunda amistad con el Santo Padre, al que llamaba continuamente por teléfono. No dudaba en considerar al Papa «su amigo».
Años después, en su lecho de muerte, Pertini llamó al Vaticano: quería hablar con Juan Pablo II. El Papa no lo dudó ni un momento: canceló todas sus audiencias y se dirigió al hospital. Pero al llegar a la puerta de la habitación, se encontró con un problema insospechado: la esposa de Pertini le impidió la entrada; ni siquiera le dirigió la mirada.
El Papa, al ver la cerrazón de la mujer, tranquilamente le dijo: «¿Puedo traer una silla? Así, por lo menos, puedo estarle cercano aunque sea quedándome fuera». Cuando se sentó, sacó de su bolsillo la corona del rosario. De nuevo, se dirigió, con serenidad, a la señora: «Mire, no hay ninguna necesidad que entre en la habitación. Mi amigo me ha llamado y yo he venido, nada más». Dicho esto, inició a rezar en el corredor. Pasados unos momentos, justo después de terminar su breviario, el Santo Padre afirmó: «Ahora él está en paz». Y se fue.
Ésta es tal vez una de las palabras más importantes: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». ¡El paraíso! La eternidad con Dios. ¿Qué hay de más importante que eso? Para una persona, nada. Se juega toda la eternidad en el momento de su muerte. Cristo, hace 2000 años, lo supo y por eso le brindó al ladrón la posibilidad… estando Él crucificado. Como católicos estamos llamados a decírselo también a muchas almas, a este mundo que vive crucificado. ¡Animo, hoy estarás en la eternidad con Dios, en el paraíso!
Tercera Palabra:
«Yo amo mucho el dolor y la Cruz. No se me da bien hacer grandes penitencias, pero sí acojo con gozo los dolores y sufrimientos con los que mi Señor me bendice. ¡Cuánto bien se puede hacer abrazando nuestra cruz con amor! El dolor es un medio para conocer y consolar el dulce Corazón de nuestro Jesús, es también un medio poderosísimo para rescatar almas, para acercarlas a nuestro amado Señor. ¡Cómo no acogerlo con gozo, amor y agradecimiento!
«Hace tiempo, nuestro Señor se sirvió de mí para ayudar a un hermano tuyo de sacerdocio cuya alma estaba en gravísimo peligro de perderse. A parte de orar mucho por él en ese momento concreto de su vida en que debía escoger qué camino seguir (permanecer en su sacerdocio o caminar hacia su perdición), creo que lo que más fuerza tuvo fue el gran sufrimiento que experimenté. Fue en ese momento tan intenso, en que pude percibir en mi alma ese combate mortal del Maligno por un alma, que aprendí a amar el dolor. ¡Qué sed de padecer! Hubiera dado mi vida por rescatar a esta alma, yo le pedía a nuestro Señor más sufrimiento, porque de algún modo entendía que ese dolor intenso era el medio más eficaz para traer de vuelta a esta alma. Por fin, terminó el combate y el alma escogió el camino de su salvación que ahora recorre, con sufrimiento aún, pero tiernamente abrazado a su sacerdocio» (Mensaje que recibí en el 2010).
¿Quién es mi madre y mis hermanos? Aquellos que cumplen la voluntad de mi Padre son mi madre, mi hermana y mi hermano (cf. Lc. 8, 21). Y nosotros vemos con inmensa gratitud esta parte del Cuerpo Crucificado que se mantiene fiel, que lucha cada día. Que, como María, está al pie de la Cruz y nos consuela y estimula. Y podemos decir: ¡He ahí a tu Hijo! ¡He ahí a tu Madre! Los fieles, los que acompañan a Cristo sufriente.
Cuarta Palabra:
«Para Boddah:
«Hablando como el estúpido con gran experiencia que preferiría ser un charlatán infantil castrado. Esta nota debería de ser muy fácil de entender. Todo lo que me enseñaron en los cursos de punk-rock que he ido siguiendo a lo largo de estos años, desde mi primer contacto con la, digamos, ética de la independencia y la vinculación con mi entorno ha resultado cierto. Ya hace demasiado tiempo que no me emociono ni escuchando ni creando música, ni tampoco escribiéndola, ni siquiera haciendo Rock'n'Roll. Me siento increíblemente culpable. Por ejemplo, cuando se apagan las luces antes del concierto y se oyen los gritos del público, a mí no me afectan tal como afectaban a Freddy Mercury, a quien parecía encantarle que el público le amase y adorase. Lo cual admiro y envidio muchísimo. De echo no os puedo engañar, a ninguno de vosotros. Simplemente no sería justo ni para vosotros ni para mí. Simular que me lo estoy pasando el 100% bien sería el peor crimen que me pudiese imaginar. A veces tengo la sensación de que tendría que fichar antes de subir al escenario. Lo he intentado todo para que eso no ocurriese. (Y sigo intentándolo, créeme Señor, pero no es suficiente). Soy consciente de que yo, nosotros, hemos gustado a mucha gente. Debo ser uno de aquellos narcisistas que sólo aprecian las cosas cuando ya han ocurrido. Soy demasiado sencillo. Necesito estar un poco anestesiado para recuperar el entusiasmo que tenía cuando era un niño. En estas tres últimas giras he apreciado mucho más a toda la gente que he conocido personalmente que son fans nuestros, pero a pesar de ello no puedo superar la frustración, la culpa y la hipersensibilidad hacia la gente. Sólo hay bien en mí, y pienso que simplemente amo demasiado a la gente. Tanto, que eso me hace sentir jodidamente triste. El típico piscis triste, sensible, insatisfecho, ¡Dios mio! ¿Por qué no puedo disfrutar? ¡No lo sé! Tengo una mujer divina, llena de ambición y comprensión, y una hija que me recuerda mucho a cómo había sido yo. Llena de amor y alegría, confía en todo el mundo porque para ella todo el mundo es bueno y cree que no le harán daño. Eso me asusta tanto que casi me inmoviliza. No puedo soportar la idea de que Frances se convierta en una rockera siniestra, miserable y autodestructiva como en lo que me he convertido yo. Lo tengo todo, todo. Y lo aprecio, pero desde los siete años odio a la gente en general... Sólo porque a la gente le resulta fácil relacionarse y ser comprensiva. ¡Comprensiva! Sólo porque amo y me compadezco demasiado de la gente.
«Gracias a todos desde lo más profundo de mi estómago nauseabundo por vuestras cartas y vuestro interés durante los últimos años. Soy una criatura voluble y lunática. Se me ha acabado la pasión. Y recordad que es mejor quemarse que apagarse lentamente.
«Paz, amor y comprensión. Kurt Cobain
«Frances y Courtney, estaré en vuestro altar. Por favor Courtney, sigue adelante, por Frances, por su vida que será mucho más feliz sin mí. Los quiero. ¡Los quiero!» (Carta del vocalista de Nirvana, Kurt Cobain, antes de suicidarse).
Tengo sed: tengo sed de cariño, tengo sed de felicidad… tengo sed de un sentido en mi vida. Sed… sed.
Quinta Palabra:
«Ahora padre -desde el año 49 o 50 tengo este terrible sentido de pérdida- esta oscuridad indecible -esta soledad- este continuo anhelo de Dios -que me proporciona ese dolor en lo profundo de mi corazón-. La oscuridad es tal que realmente no veo -ni con mi mente ni con mi razón-. El lugar de Dios en mi alma está vacío. No hay Dios en mí. Cuando el dolor del anhelo es tan grande -yo sólo añoro una y otra vez a Dios- y entonces es que siento -que Él no me quiere- que Él no está allí... Dios no me quiere. A veces -sólo escucho a mi corazón gritar- «Dios mío» y no viene nada más. No puedo explicar la tortura y el dolor» (Madre Tersa de Calcuta, en el libro «Ven, sé mi luz»).
¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? Dudo de ti, no veo por dónde, estoy ya cansado de luchar. ¿No eres un Padre bueno? ¿No velas por mi felicidad? ¿Por qué me has abandonado?
Sexta Palabra:
Las estadísticas hablan de más 10.000 los muertos en Japón por el tsunami del mes de marzo del año 2011, alrededor de 316.000 en el terremoto de Haití del 2010, 10.000 muertos y 55.000 heridos en la guerra de Libia, alrededor de 40,000 personas las muertas en México por la inseguridad en la guerra contra el narcotráfico, 1,033,000 en lo que va la guerra de Irak, un millón de muertos en el mes que duró la masacre en Ruanda en 1994.
En nuestra sociedad, fuera de ámbitos de guerras y catástrofes, 1,2 millones de personas mueren por accidentes de tráfico al año, 3.421 personas se quitaron la vida durante 2008 en España, 41.000 mujeres mueren por cáncer de pulmón al año en USA… 10.000, por otros cánceres. 2,863,649 abortos en Europa en el 2008, 1,21 millones sólo en USA.
¡A tus manos encomiendo mi espíritu! Muerte, abandono de esta tierra. Tantos hombres que se van de nuestro lado y viajan a la eternidad. ¿Cómo lo hacen? ¿Cuál será el juicio misericordioso de Dios sobre ellos?
Séptima Palabra:
«Todo está cumplido». Cristo en la cruz cumple su misión y abre las puertas del paraíso a la humanidad. Por eso, esta palabra es una palabra de esperanza: ¡ánimo! He cumplido. Podrás pasar de este hogar temporal a la Casa del Padre.
Pero algo pasa con esta palabra. Porque los hombres quieren HOY escuchar esta palabra y ¿a quién miran? ¿A la cruz? Sí, pero sobre todo, miran al Cristo Crucificado que es cada uno de sus hijos católicos (especialmente de sus sacerdotes, de sus hombres consagrados). Y nos interrogan: ¿Cristo cumple en ti su misión? ¿De tus labios me vienen palabras de perdón para mis pecados, de salvación para mi alma, de ánimo en mi fidelidad, de cariño y comprensión en mi sed, de sentido en mi duda, de compañía en mi muerte? ¿Eres Cristo para mí?
Esta palabra es la que más debe llegarnos: es una palabra que toca lo profundo de nuestra vida. ¡Todo está cumplido! Esto se realiza de modo particular en la vida del sacerdote, pues debe configurarse con Cristo Crucificado. Nos van a crucificar, no lo dudemos. Pero de esta cruz, de nuestros sufrimientos y dolores, muchas almas recibirán estas siete palabras de eternidad.
Pidámosle hoy a este Moribundo, que nos permita ser fiel reflejo de su amor a la humanidad. Que también a nosotros una lanza nos atraviese el costado, pero que no sólo nos traspase el corazón, sino que nos lo cambie para que nuestros latidos sean los de Cristo, que nuestro pensar sea el de Él, que nuestro amor ame con Él. Que nuestra vida sea un vivir con Cristo, incluso yendo hasta la muerte y una muerte de Cruz pero sabiendo que, al tercer día, resucitaremos con El.
P. Juan Antonio Ruiz, LC