De nuevo la bioética salta a la primera página de la actualidad –y cada día que pasa lo hace con más frecuencia lo que me confirma en que no me equivoqué cuando decidí estudiarla en profundidad. Ahora lo hace por el mal llamado caso del bebe medicamento. Para comprender este asunto hay que analizarlo en distintos niveles que nos permitan abordar todas las dimensiones, no sólo del hecho, sino de la noticia y sus reacciones.
En primer, hay que explicar la realidad biomédica del caso. La verdad es que el bebe que ha nacido no es ningún medicamento, simplemente es genéticamente compatible con su hermano, además de serlo en su histocompatibilidad, y está libre de la enfermedad genética que si padece su hermano. Pero para que este bebé naciera ha habido que seleccionarlo entre otros embriones que también han sido producidos por fecundación in vitro y estudiados mediante técnicas de estudio preimplantacional, es decir, antes de ponerlo en el útero de su madre ha sido seleccionado entre otros. La pregunta es qué ha pasado con los otros, por qué no se les ha dejado nacer. En realidad para llegar a nacer se ha producido un acto eugenésico como los de los experimentos que hicieron célebre al régimen nazi.
Ha habido quien ha dicho que este niño ha venido al mundo dando vida (se refieren al hermano que va a ser curado –esperemos– con la sangre del cordón umbilical), pero en realidad se podría decir, con más razón que ha venido a este mundo repartiendo muerte (si nos referimos a sus hermanos que no han llegado a nacer porque no han sido implantados).
En segundo lugar, hay que explicar la nota de la Conferencia Episcopal Española y las reacciones que ha suscitado. La nota de la Conferencia es impecable en la oportunidad, en la forma y en el fondo. En el fondo, porque expone las razones de la Iglesia con toda claridad: el problema es que las personas no somos fabricadas, nuestra especial condición exige que vengamos a este mundo por procreación y no por producción. En la forma, porque lo hace con toda caridad, ni condena ni denuncia, aunque muchos periodistas, e incluso buena parte de los que se dedican a la información religiosa, quieran decir que documentos como éste nos devuelve a los tiempos de la más oscura Inquisición medieval. Estas son las palabras del documento, yo no veo condena en ningún lugar: «La Iglesia desea prestar su voz a aquellos que no la tienen y a los que han sido privados del derecho fundamental a la vida. Con estas aclaraciones no se juzga la conciencia ni las intenciones de nadie. Se trata de recordar los principios éticos objetivos que tutelan la dignidad de todo ser humano».
En tercer lugar, hay que explicar las reacciones a la nota de la Conferencia Episcopal. Las declaraciones de algunos responsables políticos imputan a la Iglesia la intención de negar la posibilidad del avance científico. En el fondo se deja entrever el intento de decir que la Iglesia quiere imponer su fe y sus valores. Pero es que lo que ha dicho la Conferencia Episcopal, ya lo había dicho el mismo Kant: que cada persona debe ser tratada como un fin y no como un medio. Kant, el más racionalista de todos los racionalistas, el padre del principio de autonomía, no es para nada sospechoso de querer imponer creencias a nadie. Él hubiera dicho lo mismo que la Iglesia en este caso, ¿también a él le quieren poner el sambenito de dogmático?
En el fondo los defensores del llamado bebe-medicamento no son ni siquiera racionalistas, sino que manifiestan el más burdo utilitarismo, es decir, que consideran bueno lo que es útil y malo lo inútil. Como se puede comprobar esto responde a algo más, a un intento de considerar malo todo lo que no sea útil y, por tanto, de eliminarlo: el anciano “inútil”; el enfermo incurable que parece “inútil”; o el niño con síndrome de down que, para los que piensan así, es “inútil”.
La vida humana no puede ser juzgada bajo los criterios de utilidad o inutilidad, es sagrada e inviolable desde su concepción hasta su muerte natural.
Rafael Amo Usanos, sacerdote