En su artículo del 14 de Enero del 2013 en ABC, doña Esperanza Aguirre, presentaba a los «progres» en el campo religioso como «laicistas furibundos, con especial saña contra el cristianismo y, por supuesto, contra la Iglesia Católica y su jerarquía, aunque luego ellos se comportan como fieles estrictos del progresismo imperante», es decir «como fieles obedientes a los cánones y dogmas de la secta progre».
La filosofía progre, en lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre de buscar y conocer la verdad, considera la imposibilidad de un tal conocimiento, lo que le ha llevado a derivar en varias formas de agnosticismo y de relativismo, lo que ha llevado a su investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo general, llegando incluso a afirmar que la verdad se manifiesta de igual manera en las diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí, por lo que todo se reduce a opinión. El relativismo es una actitud que violenta la estructura más íntima de la inteligencia humana, al contrariar su inclinación natural a conocer la verdad. Pero, para conocer la verdad, hace falta un mínimo de rectitud moral, porque la verdad moral no sólo se abraza con la mente, sino con la vida entera. Si no hay una disposición a ajustar la propia vida a la verdad conocida, y si la razón no gobierna nuestras pasiones, las pasiones gobernarán la razón conforme al conocido eslogan: «Vive como piensas, para que no tengas que pensar como vives». El autocontrol, el dominio de nosotros mismos y el esfuerzo moral despejan el camino de la mente para conocer la verdad. Es indiscutible que toda persona normal desea saber, que no existe moral ni ética sin libertad, y que es necesario, por tanto, que los valores elegidos y que se intentan realizar en la propia vida sean verdaderos, puesto que solamente los valores verdaderos pueden perfeccionar y realizar a la persona.
La mentalidad «progre» la expresó muy bien Rodríguez Zapatero en dos frases. Una es «la Libertad os hará verdaderos», es decir lo contrario de la afirmación de Jesús: «La Verdad os hará libres» (Jn 8,32); y la otra, su afirmación: «La idea de una ley natural por encima de las leyes que se dan los hombres es una reliquia ideológica frente a la realidad social y a lo que ha sido su evolución. Una idea respetable, pero no deja ser un vestigio del pasado». Es indudable que quienes se permiten estas frases son gente que carece de principios morales. Personalmente no puedo por menos de acordarme de la famosa frase de Groucho Marx en una de sus películas: «Estos son mis principios, pero no se preocupe, si no le gustan tengo otros». Para la Iglesia en cambio «la Ley natural expresa el sentido moral original que permite al hombre discernir mediante la razón lo que son el bien y el mal, la verdad y la mentira» ( Catecismo de la Iglesia Católica nº 1954).
Por ello los conflictos surgen en todos los ámbitos. En el referente al Estado, el ser humano, por el hecho de serlo, tiene una dignidad y una serie de derechos intrínsecos propios de su naturaleza, comprensibles por la razón y que los demás, incluido el Estado, deben respetar. ¿Por qué defendemos los derechos humanos? Porque desde el punto de vista cristiano el mandamiento principal es el del amor a Dios, al prójimo y a mí mismo (Mt 22,34-40), y es indiscutible que yo no amo a mi prójimo si no le respeto en su dignidad ni en sus derechos, derechos del otro que difícilmente reconoceré a los otros si pienso que el motor de la Historia es la lucha de clases (marxismo), o la lucha de sexos (ideología de género).
El considerar que estos derechos surgen de las leyes que se dan los hombres es una bofetada en toda su amplitud a los valores democráticos. Si a mí mis derechos no son propiamente míos, sino son una graciosa concesión del Estado, es indudable que el Estado puede en cualquier momento quitármelos. De ahí al totalitarismo no es que haya un paso, sino que ya estamos dentro del totalitarismo. El positivismo jurídico, es decir la concepción que hace derivar mis derechos de las leyes que se dan los hombres, deja al individuo sin defensa frente a los posibles abusos del Estado. Visto lo sucedido con los regímenes totalitarios del siglo XX, es indudable que los creyentes hemos de emplearnos a fondo para no permitir que las ideas totalitarias prevalezcan sobre las democráticas. Y es que la concepción «progre» deja en pie muy pocos derechos humanos. Pero esto será en otro artículo.
P. Pedro Trevijano