La ocasión de un seminario desarrollado en la Universidad de Oxford permite medir en su rico espectro de circunstancias históricas, morales y doctrinales el impresionante fenómeno que algunos han llamado “camino de los anglicanos a Roma”. Como es sabido, este proceso tiene su inicio alrededor de 1833 con los famosos “Tracts for the Times” que representaron las posiciones del Movimiento de Oxford liderado por el clérigo anglicano de vasta reputación, capellán de esta Universidad, John Henry Newman.
Lo que comenzó entonces siendo un reclamo por la desintegración teológica y moral vivida al interior de la comunidad cristiana anglicana, condujo luego a Newman a la convicción de que la sucesión apostólica no habitaba en la Iglesia de Inglaterra. Su “camino a Roma” –a siglo y medio de lo que vemos ocurre hoy a muchos herederos de su causa– llevó al clérigo anglicano al sacerdocio católico, luego al ingreso como religioso al Oratorio de San Felipe Neri, al capelo cardenalicio que le concedió el Papa León XIII (origen de su muy célebre Biglietto Speech) y finalmente a la beatificación de su persona, consagrada el 2010 por Benedicto XVI en Birmingham, ciudad donde Newman vivió y está enterrado.
De León XIII a Juan Pablo II esta andadura romana de los cristianos anglicanos ha ido en constante crecimiento, acentuándose en el periodo del segundo de estos papas y, sobre todo, en los siete años del pontificado de Benedicto XVI, quien la ha ordenado canónicamente a través de la Constitución Apostólica “Anglicanorum coetibus”. Concurren visiblemente a la aceleración de este proceso el agravamiento de controvertidos problemas doctrinales y morales. Entre los primeros, la ordenación de mujeres. Entre los segundos, la ordenación de clérigos homosexuales y de algún obispo de esa condición.
Indudablemente, desde el liberalismo religioso denunciado por el Biglietto speech de Newman, al estado de cosas que los fieles anglicanos tienen hoy ante sus ojos, se avanzo hacia un abismo. Mas, paralelamente, ellos han podido también ver cómo, navegando igual en las aguas turbulentas de la modernidad, la Iglesia católica ha conservado siempre su consistencia, sea en el ámbito de la fe como en el de la moral.
Por lo concerniente a la cuestión homosexual, foco más actual de controversias, los anglicanos ven que su jerarquía, a diferencia de la católica romana, ha sido incapaz de fijar parámetros. Esta, mientras tanto, a través de la Congregación para la Doctrina de la Fe, por mandato de Juan Pablo II y con la firma de su entonces prefecto, Cardenal Joseph Ratzinger, ya en octubre de 1986 emitía una Carta a todos los obispos del mundo en la cual, haciéndose cargo de una declaración del pontificado de Pablo VI (1975) que distinguía entre tendencia homosexual y actos homosexuales (“intrínsecamente desordenados” y reprobables), añadía que “la particular inclinación de la persona homosexual, aunque en sí no sea pecado, constituye sin embargo una tendencia, más o menos fuerte, hacia un comportamiento intrínsecamente malo desde el punto de vista moral”. Esto es, “la inclinación misma debe ser considerada como objetivamente desordenada” (n.3).
Las ausencias, flaquezas y omisiones puestas a luz por Newman en el siglo XIX, evidentemente cobran hoy su precio entre los anglicanos. Dichos vacíos harían desde luego imposible que esa jerarquía estuviese hoy a la altura de una formulación antropológico-bíblica sobre la homosexualidad como la que se lee en la mencionada Carta de 1986. Allí, en efecto, se muestra que, existiendo una evidente coherencia dentro de las Escrituras sobre el comportamiento homosexual, la Iglesia, sin basarse en frases aisladas, puede recoger de su hermenéutica bíblica un fundamento sólido e ininterrumpido para formular su enseñanza.
Mientras la teología de la creación, en el libro del Génesis, entrega así un punto de vista fundamental sobre el problema –incluida la historia de Sodoma y el indudable juicio moral que allí se expresa contra las relaciones homosexuales– con el mismo telón de fondo, en el Nuevo Testamento, San Pablo aborda el tema en una perspectiva escatológica. Quien obra como homosexual “no entrará en el reino de Dios” (1 Cor 6,9); el comportamiento homosexual es un ejemplo de la ceguera en que ha caído la humanidad y una grave desviación de la idolatría (Rom 1, 18-32). En consecuencia de lo cual la Iglesia, obediente al Señor que la ha fundado y enriquecido sacramentalmente, declara sin ambages que “una persona que se comporta de manera homosexual obra inmoralmente” (nn.6-7), y es sólo la verdad en la caridad y la confianza en la Cruz lo que puede capacitarla para practicar la virtud en cambio del vicio (n.12).
Deplorando siempre que las personas homosexuales sean objeto de expresiones malévolas y de acciones violentas, con gran sentido previsor, la Declaración de 1986 ponía en guardia respecto de tácticas manipuladoras que, identificando cualquier reserva a la homosexualidad con “discriminación”, buscarían conformar la legislación de los países con la concepción propia de estos grupos de presión (n.9).
Más aún, observando seguramente lo sucedido en comunidades como la anglicana, advierte acerca de quienes dentro de la comunidad de fe incitan en esta dirección, manteniendo estrechos vínculos con los que obran fuera de ella, personas que, “aunque no en un modo plenamente consciente, manifiestan una ideología materialista que niega la naturaleza trascendente de la persona humana” (n.8). Cuando la Carta expresa que “se deberá retirar todo apoyo a cualquier organización que busque subvertir la enseñanza de la Iglesia, que sea ambigua respecto a ella o que la descuide completamente”, está anunciando precisamente lo que la Santa Sede acaba de obrar con relación a la Pontificia Universidad Católica del Perú donde, entre otros, se da también el caso de querer “mantener bajo el amparo del catolicismo a personas homosexuales que no tienen intención de abandonar su comportamiento homosexual” (n.9).
En este “camino de los anglicanos a Roma”, también Roma ha sacado experiencia de los problemas que a ellos aquejan.
Dr. Jaime Antúnez Aldunate
artículo publicado originalmente en diario El Mercurio, 22 de agosto de 2012 (negritas añadidas por InfoCatólica)