En nuestra sociedad actual uno de los grandes problemas es el de las fuentes de nuestra moralidad. Por una parte encontramos la concepción relativista subjetivista y por la otra la de la Moral Cristiana, o si queremos mejor la de la Moral Católica.
Creyentes y no creyentes podemos encontrarnos juntos en la defensa de la dignidad de la persona humana. Unos y otros podemos colaborar en una moral sobre la persona, la familia, el amor, el trabajo, la política, la vida y la muerte. Pero antes o después nos veremos obligados a plantearnos el problema del último “por qué” del dinamismo que hay en el mundo y de su sentido final. Veamos donde nos lleva la postura relativista.
En la concepción relativista el orden social no se ve como reposando en las leyes de Dios o de la naturaleza, sino como resultado de las elecciones libres del individuo y del pueblo soberano. A nivel individual nos encontramos por tanto con el subjetivismo y la no existencia de reglas generales universalmente válidas, Se confía tan solo en la libertad, desarraigada de toda objetividad, mientras a nivel de la sociedad nos encontramos con que sus fuentes son las necesidades de la sociedad y las políticas públicas. Las autoridades públicas son representantes de los electores, pero la realidad nos muestra, aparte de la posibilidad que la mayoría se equivoque, como sucedió en el caso de Hitler, que quienes en realidad deciden son el grupito gobernante, e incluso, debido a la disciplina de partido, que con frecuencia se aplica a rajatabla, una sola persona. Se quiere evitar la obediencia a Dios, pero es para caer en la obediencia al Jefe, o al colectivo que encarna el Partido.
Estas decisiones en teoría se toman apoyándose en las luces de la razón y eventualmente de las ciencias, pero esta postura nos lleva a dar por supuesta una ética en la que la clave para distinguir el bien del mal reside en la sinceridad: "lo que yo sinceramente tengo por bueno, eso es realmente bueno". Esto, llevado al extremo, me llevaría a concluir la inexistencia de lo bueno y de lo malo, pues incluso el comportamiento racista sería bueno si el racista lo fuera sinceramente y terminaríamos en que no podríamos hacer ningún juicio sobre el comportamiento moral de los demás.
La pregunta de Pilato: "¿Qué es la verdad?", emerge también hoy desde la triste perplejidad de un hombre que a menudo ya no sabe quién es, de dónde viene ni adónde va. Y así asistimos no pocas veces al pavoroso precipitarse de la persona humana en situaciones de autodestrucción progresiva. De prestar oído a ciertas voces, parece que no se debiera ya reconocer el carácter absoluto indestructible de ningún valor moral. Está ante los ojos de todos el desprecio de la vida humana ya concebida y aún no nacida; la violación permanente de derechos fundamentales de la persona; la inicua destrucción de bienes necesarios para una vida meramente humana. Y lo que es aún más grave: el hombre ya no está convencido de que sólo en la verdad puede encontrar la salvación. La fuerza salvífica de la verdad es contestada y se confía sólo a la libertad, desarraigada de toda objetividad, la tarea de decidir autónomamente lo que es bueno y lo que es malo. Este relativismo se traduce, en el campo teológico, en desconfianza en la sabiduría de Dios, que guía al hombre con la ley moral” (Encíclica Veritatis Splendor nº 84).
En ética es importante observar las consecuencias derivadas de determinadas creencias o conductas, o las soluciones propues¬tas ante determinados problemas éticos; algunas veces los resultados muestran que la solución tomada no fue acertada. En nuestro caso de España, y ante la asignatura Educación para la Ciudadanía, no nos extrañe que muchos padres se sientan horrorizados ante algunos de sus contenidos, como el intento de enseñar a nuestros chavales la ideología de género, es decir que pueden escoger libremente si deciden ser varones o mujeres. Y menos mal que como consecuencia de las abominaciones de la Segunda Guerra Mundial, en teoría todos decimos respetar la Declaración de Derechos Humanos, que han hecho que sigan vigentes algunos principios que nos alejan del relativismo puro y se ponen así los cimientos para elaborar normas o reglas que pueden adoptar incluso aquéllos que no comparten las mismas creencias.
Pedro Trevijano, sacertote