El justo no está llamado a brillar en esta tierra. En esta tierra brillan los fuegos artificiales y las luces de neón, pero no la verdadera luz: “La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron” (Jn 1, 5). Hace dos días, un amigo me aseguraba que “no hay nada como hacerlo todo bien para que todo te vaya mal”… Así es el mundo; ahoga la luz porque ha aprendido a hacer brillar a las tinieblas.
El justo está llamado a alumbrar sin brillar… No es lo mismo. La luz que mana del santo es una claridad serena y silenciosa, que advierten quienes se acercan a él sin saber bien de dónde viene. No es el más chistoso, ni el más ocurrente, ni el más dotado, pero, con su alegría sencilla y con la pureza de su alma, irradia una paz que llena el ambiente. Quienes le rodean podrían pasar la vida preguntando: “¿de dónde viene esta alegría, este optimismo, esta paz?”, y él casi pasará inadvertido.
Y es que el brillo del justo sólo se ve desde el Cielo. El mundo está ciego para esas luces, que, paradójicamente, son las más reales. Se bautiza un niño, y es necesario encender una vela, porque nuestros ojos no captan el precioso resplandor que emana de su alma. Sale un penitente del confesonario, y nadie advierte el brillo de un “hijo de la luz” recién iluminado. Pero, desde el Cielo, la Tierra se ve como un juego de luces; y esas luces no coinciden, precisamente, con los brillos que atraen todas las miradas en la Tierra. Por eso el justo brilla sólo para Dios, mientras alumbra con esa pacífica claridad a quienes se acercan a él. Podría hablarse, en sentido metafórico, de una “iluminación indirecta”.
Desde luego, cualquiera puede elegir brillar para el mundo… Quien lo haga sabrá lo que hace. Pero tengamos en cuenta que, cada noche, cuando el sol se pone, Dios nos imparte una valiosa lección: la luz de este mundo se termina y se disuelve en tinieblas. Sólo la luz verdadera permanece. Quien haya elegido brillar para el mundo, no debe ignorar dónde acaba su aventura.
Llegará un día en que Dios apagará todas las luces de este mundo. De poco les servirá a muchos, ese día, haber alcanzado las cumbres o haber levantado imperios. Cuando Dios pulse su interruptor y ponga fin a la comedia, cuando todos los focos y las candilejas dejen de lucir, entonces “los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre”. Y será para siempre.
D. José Fernando Rey Ballesteros, sacerdote,
Publicado originalmente en su blog «De un tiempo a esta parte…»