Lo primero que tiene que hacer un sacerdote en su predicación es tratar de evangelizar. El verdadero apóstol es el que lleva a Cristo en su corazón. Hemos de procurar dar a conocer a nuestros fieles la Palabra de Dios, pero esa Palabra sólo alcanza su pleno sentido, si ilumina la vida de todos nosotros en sus problemas actuales, empezando por el propio sacerdote. Por ello decía Kart Barth, el gran teólogo protestante del siglo pasado: “En la predicación hay que tener en una mano la Sagrada Escritura y en la otra, el periódico del día”. Y el cardenal Ratzinger, en su libro “Dios y el mundo” nos dice: “No podemos imponer a la Iglesia nuestras propias opiniones como doctrina, sino que tenemos que ponernos al servicio de la gran comunidad de fe y convertirnos en oyentes de la Palabra de Dios”. Y a continuación prosigue: “la Iglesia tiene esa gran misión esencial de oponerse a las modas, al poder de lo fáctico, a la dictadura de las ideologías. Precisamente también en el siglo pasado tuvo que alzar su oposición a la vista de las grandes dictaduras. Tiene que luchar contra aquello que se opone a Dios, hasta el martirio”.
Por su parte el Concilio Vaticano II también nos da pautas claras. Así leemos en el “Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros”: “La predicación sacerdotal resulta bastantes veces muy difícil en la situación actual de nuestro mundo. Para mover mejor las almas de los oyentes, debe presentar la palabra de Dios no sólo de manera abstracta y general, sino aplicando la verdad perenne del evangelio a las circunstancias concretas de la vida”(nº 4). En el “Decreto sobre el oficio Pastoral de los Obispos en la Iglesia” se señala en un discurso válido también para los sacerdotes: “En su ejercicio del deber de enseñar enseñen, consiguientemente, hasta qué punto, según la doctrina de la Iglesia, haya de ser estimada la persona con su libertad y la vida misma del cuerpo; la familia y su unidad y estabilidad y la procreación y educación de la prole; la sociedad civil con sus leyes y profesiones; el trabajo y el descanso, las artes e inventos técnicos; la pobreza y la abundancia de la riquezas; expongan, finalmente, los modos como hayan de resolverse los gravísimos problemas acerca de la posesión, incremento y recta distribución de los bienes materiales, sobre la guerra y la paz y la fraterna convivencia de todos los pueblos” (nº 12). Está claro que hay que aprovechar la predicación para ayudar a la gente a conocer más y mejor la doctrina cristiana, de modo que conociéndola puedan vivirla.
Un ejemplo de una predicación así nos la da Benedicto XVI, quien en su Misa el 28 de Marzo en la Habana no ha tenido empacho en decir cosas como éstas sobre los dos grandes temas, allí especialmente conflictivos, de la verdad y la libertad y su consecuencia la libertad religiosa: «Si os mantenéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8,31). La verdad es un anhelo del ser humano, y buscarla siempre supone un ejercicio de auténtica libertad. Muchos, sin embargo, prefieren los atajos e intentan eludir esta tarea. Algunos, como Poncio Pilato, ironizan con la posibilidad de poder conocer la verdad (cf. Jn 18, 38), proclamando la incapacidad del hombre para alcanzarla o negando que exista una verdad para todos. Esta actitud, como en el caso del escepticismo y el relativismo, produce un cambio en el corazón, haciéndolos fríos, vacilantes, distantes de los demás y encerrados en sí mismos. Personas que se lavan las manos como el gobernador romano y dejan correr el agua de la historia sin comprometerse. Por otra parte, hay otros que interpretan mal esta búsqueda de la verdad, llevándolos a la irracionalidad y al fanatismo, encerrándose en «su verdad» e intentando imponerla a los demás.
Además, la verdad sobre el hombre es un presupuesto ineludible para alcanzar la libertad, pues en ella descubrimos los fundamentos de una ética con la que todos pueden confrontarse, y que contiene formulaciones claras y precisas sobre la vida y la muerte, los deberes y los derechos, el matrimonio, la familia y la sociedad, en definitiva, sobre la dignidad inviolable del ser humano. Este patrimonio ético es lo que puede acercar a todas las culturas, pueblos y religiones, las autoridades y los ciudadanos”. Consecuencia lógica de la búsqueda de la verdad y la libertad es “el derecho a la libertad religiosa, tanto en su dimensión individual como comunitaria, el cual manifiesta la unidad de la persona humana, ciudadano y creyente a la vez y que legitima también que los creyentes ofrezcan una contribución a la edificación de la sociedad”. Y concluyó con una invitación a que no vacilemos en el seguimiento de Cristo.
Ojalá los sacerdotes nos tomemos más en serio nuestra predicación, y tengamos menos miedo en defender los valores religiosos y humanos, especialmente los que están siendo atacados en estos momentos.
P. Pedro Trevijano, sacerdote